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Santidad requerida para abrazar las órdenes sagradas – San Alfonso María de Ligorio

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Hablando de esta bondad el Sagrado Concilio de Trento, ordenó que los obispos no promoviesen a las órdenes sagradas sino a quienes estuvieran ya probados en la bondad de vida. Esto mismo ordenaron los antiguos cánones, que decían: «No se ordene nadie que primero no haya sido probado». Y aun cuando se haya esto de entender directamente de la prueba externa que ha de exigir el obispo de la probidad del ordenando, con todo, no se puede poner en duda que el Concilio exige no sólo la probidad exterior, cuanto la interior, sin la cual la externa no es más que mero fingimiento. Por eso, el Concilio, en el capítulo 12 de la misma sesión, dice: «Sepan los obispos que sólo han de admitir a estas órdenes a los dignos y cuya conducta corra pareja con bien probada madurez de juicio». Con este mismo fin de tener bastantes pruebas de la bondad de vida del ordenando, estableció el concilio los intersticios entre los diversos grados de las órdenes que se reciben: «Para que en este tiempo, con la edad, vaya creciendo el ordenando en sabiduría y mayor perfección de vida».

Santo Tomás aduce la razón, diciendo que, por cada orden sagrada que recibe el ordenando, se va aproximando al altísimo ministerio de servir a Jesucristo en el sacramento del altar; de donde concluye el santo Doctor que la santidad del sacerdote debe sobrepujar a la del religioso. «Ya que por las sagradas órdenes -explica- es uno deputado para altísimos ministerios, en los cuales se sirve a Jesucristo en el sacramento del altar; por eso se requiere mayor santidad interna que la que exige el estado religioso». En otro lugar, y sobre el mismo propósito, añade que no habla tanto de los ya ordenados como de los ordenandos; las órdenes sagradas, dice, exigen santidad anticipada, esto es, que el sujeto, antes de ser ordenado, sea santo, y ésta es la diferencia que señala entre el estado religioso y las órdenes sagradas: que en el primero se trabaja para extirpar los vicios, mientras que en el segundo se los debe haber ya extirpado con la santidad de vida. He aquí las palabras del Angélico: «Las órdenes sagradas piden anticipada santidad, al paso que el estado religioso es ejercicio de santidad; de donde se sigue que el gravísimo peso de las órdenes sagradas ha de ir fundadamente sobre paredes ya curadas por la santidad, mientras que el peso de la religión seca las paredes, esto es, desarraiga los vicios del corazón del hombre». En otro lugar vuelve Santo Tomás a explicar la misma materia, y dice: «y así como los que reciben las sagradas órdenes están en grado más elevado que los fieles, así deben ser ellos superiores por el mérito de santidad». Estos méritos y esta santidad los pide el Santo antes de la ordenación y los declara necesarios, no sólo para que el ordenando ejerza dignamente su orden, sino también, y muy principalmente, para que el ordenando pueda ser dignamente contado en el número de los miembros de Jesucristo: «Y por esto se exige una perfección de vida que sea bastante para que el ordenando pueda ser dignamente contado entre la milicia de Cristo». Y, finalmente, concluye: «Pero, además, en la recepción misma del orden se reciben mayor cúmulo de gracias, por las cuales el ordenando se haga idóneo para más altos ministerios». Nótese la expresión para más altos ministerios, con la que se declara que la gracia del sacramento que se comunica en las órdenes, lejos de ser inútil al ordenando, le prestará mayores ayudas para hacerse digno de alcanzar mayores méritos, y al mismo tiempo indica la necesidad en que se halla de tener la gracia precedente, que baste para hacerle digno de ser contado entre la milicia de Cristo.

En mi libro de Teología moral escribí una extensa disertación sobre este punto, en la que demostré que los que sin haber vivido vida compuesta reciben algún orden sagrado, no pueden excusarse de culpa grave, por levantarse a tan sublime grado sin divino llamamiento, ya que no se puede llamar elegido por Dios quien sube a las órdenes sagradas sin haberse libertado de cualquier vicio habitual, especialmente contra la castidad. Y si bien en tales casos uno es capaz del sacramento de penitencia, por haberse dispuesto a él por medio del arrepentimiento, con todo, no es capaz en tal estado de recibir el sacramento del orden, para el que es necesario, además, excelente vida, comprobada ya con la experiencia de largo lapso de tiempo. De no hacerlo así, el ordenando no puede excusarse de pecado mortal, ya por la grave presunción con que sin vocación se introduce en los sagrados ministerios, pues como dice San Anselmo: «El que se entromete en estos ministerios y busca su propia gloria, ladrón es de la gracia de Dios, y, queriendo hallar bendición, recibirá maldición»; ya también por el gran peligro de eterna condenación a que se expone en tal caso, como dice el obispo Abélly: «El que a sabiendas y sin cuidarse de la vocación divina (como sería aquel que recibiese las órdenes sagradas habituado a un vicio grave) entrara en el ministerio sacerdotal, no hay duda que él mismo y de por sí se despeñaría en el precipicio de eterna condenación». Lo mismo escribe Soto, y dice que el sacramento del orden exige en el ordenando santidad positiva por precepto positivo. «Aunque la integridad y pureza de costumbres -dice- no sea de la esencia del sacramento, es, sin embargo, muy necesaria, por precepto divino… Ahora bien, la idoneidad y bondad de vida que se exige de aquellos que han de recibir las sagradas órdenes no es aquella general disposición que se pide en la recepción de cualquier otro sacramento, para que la gracia sacramental no encuentre tropiezo en su operación. Mas por cuanto en el sacramento del orden el hombre no sólo recibe gracia, sino que se levanta a grado más sublime, se pide en el ordenando grande honestidad en las costumbres y bien reconocida virtud». Lo mismo escribe Tomás Sánchez, lo mismo el P. Holzman, lo mismo los Salmanticenses. Esta tesis que he escrito no es opinión de un doctor particular, sino sentencia común, y todos se basan en la doctrina de Santo Tomás.

En todo caso, cuando el ordenando carece de la bondad de vida, no sólo peca gravemente el sujeto que se ordena, sino también el obispo que le confiere las órdenes sagradas sin tener suficientes pruebas que le den certidumbre moral de la probada virtud del ordenando. También peca gravemente el confesor que absuelve a tal ordenando habituado, sin haber dado pruebas durante mucho tiempo de una vida positivamente buena. Y pecan también gravemente aquellos padres que, conscientes de la mala vida de los hijos, se empeñan en que sean ordenados, con el fin de ayudar a la familia.

No fundó Jesucristo el estado eclesiástico para sostener las casas de los seglares, sino para promover la gloria de Dios y la salvación de las almas. Algunos se figuran el estado eclesiástico como un empleo u oficio muy a propósito para escalar honores y allegar riquezas, pero se equivocan; y por esto, cuando los padres van a inquietar al obispo para que ordene a su hijo, ignorante o de malas costumbres, alegando que la familia es pobre y no saben cómo salir del paso, debe el prelado responderles: «No, hijo mío; el estado eclesiástico no se ha instituido para auxilio de la pobreza doméstica, sino para bien de la Iglesia». De esta manera hay que despedir a estos tales, sin prestarles atención, porque tales sujetos acaban por perder su alma, la de sus familiares y hasta la de sus pueblos.

Y, hablando de los sacerdotes que viven en sus familias y cuyos parientes les piden no se den tanto al ministerio de las almas cuanto a aumentar la fortuna y buen nombre de la casa, deben responder lo que Jesucristo respondió a su divina Madre: ¿No sabíais que había yo de estar en casa de mi Padre? [1]. Deben, pues, contestar: «Soy sacerdote, y mi oficio no es allegar riquezas, ni conquistar honores, ni administrar la hacienda de la casa, sino vivir vida retirada, orar, estudiar y ponerme al servicio de las almas». Si, por ventura, estuviesen en la precisa necesidad de ayudar a su casa, ayúdenla en cuanto puedan, pero sin descuidar su principal incumbencia, que es el atender a la santificación propia y a la del prójimo.

 

Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo XI

[1] Nesciebatis quia in his quae Patris mei sunt oportet me esse? (Lc., II, 49).

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