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En el año 1914, en plena Primera Guerra Mundial, cuando se enfrentaban las tropas del Imperio Alemán y las tropas británicas, tuvo lugar lo que más tarde se llamó la «Tregua de Navidad»: breve alto el fuego no oficial que surgió espontáneamente de las propias tropas que combatían entre sí.

El 24 de diciembre, los soldados alemanes empezaron a decorar sus trincheras con luces y a cantar villancicos (según cuentan, cantaban «Noche de paz»). Al oír cantar a los alemanes, los británicos empezaron a responder con villancicos en inglés.

Así, entre tanto canto, el ambiente tenso comenzó a relajarse y los soldados empezaron a salir de las trincheras y a felicitarse la Navidad, a cantar y bailar juntos e incluso, según algunos, a intercambiar regalos… hasta el punto de que, como dice el testimonio de uno de los soldados: «los escoceses empezaron a tocar la gaita y compartimos una rara alegría».
Fue una noche de paz en medio de una guerra que se prolongó hasta el año nuevo e incluso más en algunos frentes. Los días siguientes a la tregua permitieron a cada tropa recuperar a sus muertos que habían quedado en el bando enemigo para poder enterrarlos. Así, se organizaron ceremonias de entierro con soldados de ambos bandos del conflicto en «tierra de nadie» recitando el Salmo 23: El Señor es mi pastor; nada me falta. En verdes praderas me hace descansar; a aguas tranquilas me conduce; restaura mi alma. Me guía por sendas rectas.

Esta hermosa y conmovedora «tregua» durante la Primera Guerra Mundial es simplemente una chispa, una pequeña sombra del poder pacificador de Jesús, del poder pacificador del Niño Jesús que se nos ha dado y que, como dice el profeta, será llamado entre otras cosas Príncipe de la Paz (Is 9,5).

La paz de Jesús es algo mucho más profundo que la armonía, que es un efecto de la paz, porque la paz de Cristo es un don de Dios que transforma nuestros corazones. Cristo vino a traer la paz a todos los hombres y esto lo hizo, no sólo revelando que Dios es la única fuente de paz, sino sobre todo reconciliando a los hombres con Dios mediante su muerte en la cruz. Quien acepta este don que Cristo ha querido hacer a todos los hombres, comienza a concretar en su vida la experiencia de la paz que Cristo ha dado a todos los hombres y comienza a trabajar por la paz.

Precisamente por eso dice Santo Tomás, comentando las palabras del profeta Isaías, que se le llama Príncipe de la paz en cuanto a su naturaleza humana, porque es nuestro mediador, como dice San Pablo: Pero ahora, en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, os habéis hecho cercanos por la sangre de Cristo. Porque Él es nuestra paz (Ef 2,13-14). Esta es la razón principal por la que Jesús proclamó bienaventurados a los que trabajan por la paz, la verdadera paz que comienza en nuestro corazón (cf. Mt 5,9).

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