La pequeña y dulce mártir de la pureza, Santa María Goretti

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santa María Goretti

(Esta es la única foto que se tiene de Santa María Goretti pocos meses antes de morir, es la que se ve más alta a pesar de tener solo 1.32 de altura ya que está subida en un balde)

El 6 de julio de 1902, en el hospital de Nettuno, moría María Goretti, bárbaramente apuñalada el día anterior en la aldea de Le Ferriere, en el Agro pontino. Por su historia espiritual, por la fuerza de su fe y por la capacidad de perdonar a su asesino se sitúa entre las santas más amadas del siglo XX.

Santa María Goretti fue una muchacha a la que el Espíritu de Dios dio la valentía de permanecer fiel a la vocación cristiana hasta el sacrificio supremo de su vida. La joven edad, la falta de instrucción escolar y la pobreza del ambiente en el que vivía no impidieron a la gracia manifestar en ella sus prodigios. Más aún, precisamente en esas condiciones se manifestó de modo elocuente la predilección de Dios por las personas humildes. Vuelven a la memoria las palabras con las que Jesús bendice al Padre celestial por haberse revelado a los pequeños y a los sencillos, más bien que a los sabios y a los inteligentes del mundo (cf. Mt 11, 25).

Se ha observado con razón que el martirio de santa María Goretti inauguró el que se llamaría siglo de los mártires. Y precisamente desde esta perspectiva, al término del gran jubileo del año 2000, subrayé que “la viva conciencia penitencial no nos ha impedido dar gloria al Señor por todo lo que ha obrado a lo largo de los siglos, y especialmente en el siglo que acabamos de concluir, concediendo a su Iglesia una gran multitud de santos y mártires” (Novo millennio ineunte, 7).

María Goretti, nacida en Corinaldo, en Las Marcas, el 16 de octubre de 1890, tuvo que emprender muy pronto, junto con su familia, el camino de la emigración, llegando, tras varias etapas, a Le Ferriere de Conca, en el Agro pontino. A pesar de las dificultades de la pobreza, que no le permitieron ni siquiera ir a la escuela, la pequeña María vivía en un ambiente familiar sereno y unido, animado por la fe cristiana, donde los hijos se sentían acogidos como un don y eran educados por los padres en el respeto a sí mismos y a los demás, así como en el sentido del deber cumplido por amor a Dios. Esto permitió a la niña crecer de modo sereno, cultivando una fe sencilla, pero profunda. La Iglesia ha reconocido siempre a la familia la función de lugar primero y fundamental de santificación para cuantos forman parte de ella, comenzando por los hijos.

En ese ambiente familiar, María asimiló una sólida confianza en el amor providente de Dios, confianza que se manifestó particularmente en el momento de la muerte de su padre, a causa de la malaria. “¡Ánimo, mamá, Dios nos ayudará!”, dijo la niña en aquellos momentos difíciles, reaccionando con fuerza al grave vacío producido en ella por la muerte de su padre.

En la homilía para su canonización, el Papa Pío XII, de venerada memoria, definió a María Goretti como “la pequeña y dulce mártir de la pureza” (cf. Discorsi e Radiomessaggi, XII [1950-1951] 121), porque, a pesar de la amenaza de muerte, fue fiel al mandamiento de Dios.

¡Qué luminoso ejemplo para la juventud! A la mentalidad de apatía, que impregna a gran parte de la sociedad y de la cultura de nuestro tiempo, le cuesta a veces comprender la belleza y el valor de la castidad. El comportamiento de esta joven santa denota una percepción elevada y noble de su propia dignidad y de la ajena, que se reflejaba en las opciones diarias, confiriéndoles plenitud de sentido humano. ¿No es una lección de gran actualidad? Ante una cultura que sobrevalora el aspecto físico en las relaciones entre el hombre y la mujer, la Iglesia sigue defendiendo y promoviendo el valor de la sexualidad como factor que comprende todos los aspectos de la persona y que, por tanto, debe vivirse con una actitud interior de libertad y de respeto recíproco, a luz del designio originario de Dios. Desde esta perspectiva, la persona se descubre destinataria de un don y llamada a hacerse, a su vez, don para el otro.

En la carta apostólica Novo millennio ineunte afirmé que “en la visión cristiana del matrimonio, la relación entre un hombre y una mujer -relación recíproca y total, única e indisoluble- responde al proyecto originario de Dios, ofuscado en  la historia por la “dureza de corazón”, pero que Cristo vino a restaurar en su esplendor originario, revelando lo que  Dios quiso “desde el principio” (cf. Mt 19, 8). Además, en el matrimonio, elevado a la dignidad de sacramento, se  expresa  el “gran misterio” del amor esponsal de Cristo a su Iglesia (cf. Ef 5, 32)” (n. 47).

Es innegable que son muchas las amenazas que se ciernen actualmente sobre la unidad y la estabilidad de la familia. Pero, afortunadamente, junto a ellas hay una renovada conciencia de los derechos de los hijos a ser educados en el amor, protegidos de todo tipo de peligros y formados para que afronten a su vez la vida con confianza y fortaleza.

Merece también particular atención, en el testimonio heroico de la santa de Le Ferriere, el perdón ofrecido a su asesino y el deseo de volver a encontrarse con él, un día, en el paraíso. Se trata de un mensaje espiritual y social de extraordinaria importancia para nuestro tiempo.

El reciente gran jubileo del año 2000, entre otros aspectos, se caracterizó por un profundo llamamiento al perdón, en el marco de la celebración de la misericordia de Dios. La indulgencia divina por las miserias humanas es un exigente modelo de comportamiento para todos los creyentes. El perdón, en el pensamiento de la Iglesia, no significa relativismo moral o permisivismo.
Al contrario, requiere el reconocimiento pleno de la propia culpa y la aceptación de las propias responsabilidades, como condición para recuperar la verdadera paz y reanudar confiadamente el propio camino hacia la perfección evangélica.

Ojalá que la humanidad avance con decisión por la senda de la misericordia y del perdón. El asesino de María Goretti reconoció la culpa cometida, pidió perdón a Dios y a la familia de la mártir, expió con convicción su crimen y durante toda su vida mantuvo esta disposición de espíritu. La madre de la santa, por su parte, le ofreció sin reticencias el perdón de la familia en la sala del tribunal donde se celebró el proceso. No sabemos si fue la madre quien enseñó el perdón a su hija, o si el perdón ofrecido por la mártir en su lecho de muerte determinó el comportamiento de su madre. Sin embargo, es cierto que el espíritu del perdón animaba las relaciones de toda la familia Goretti y, por esta razón, pudo expresarse con tanta espontaneidad en la mártir y en su madre.

Cuantos conocían a la pequeña María, el día de su funeral decían:  “Ha muerto una santa”. Su culto ha ido difundiéndose en todos los continentes, suscitando por doquier admiración y sed de Dios. En María Goretti resplandece el radicalismo de las opciones evangélicas, no impedido, sino más bien confirmado por los inevitables sacrificios que exige la pertenencia fiel a Cristo.

Señalo el ejemplo de esta santa especialmente a los jóvenes, que son la esperanza de la Iglesia y de la humanidad. Al aproximarse ya la XVII Jornada mundial de la juventud, deseo recordarles lo que escribí en el mensaje dirigido a ellos como preparación para este acontecimiento eclesial tan esperando:  “En el corazón de la noche podemos sentir temor e inseguridad, esperando sólo con impaciencia la llegada de la luz de la aurora. Queridos jóvenes, a vosotros os corresponde ser los centinelas de la mañana (cf. Is 21, 11-12) que anuncian la llegada del sol, que es Cristo resucitado” (n. 3:  L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de agosto de 2001, p. 3).

Caminar tras las huellas del divino Maestro entraña siempre una decidida toma de posición por él. Es preciso comprometerse a seguirlo dondequiera que vaya (cf. Ap 14, 4). Sin embargo, en este camino los jóvenes saben que no están solos. Santa María Goretti y los numerosos adolescentes que a lo largo de los siglos han pagado con el martirio su adhesión al Evangelio están a su lado para infundir en su corazón la fuerza de permanecer firmes en la fidelidad. Así podrán ser los centinelas de una radiante mañana, iluminada por la esperanza. ¡La Virgen santísima, Reina de los mártires, interceda por ellos!

San Juan Pablo II

Vaticano, 6 de julio de 2002

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