Cómo saludar a la gloriosa Virgen.
Escucha oh Madre al devoto enamorado de tu nombre:
“El cielo se regocija y la tierra se asombra, cuando digo:
Ave María.
Satanás huye, el infierno tiembla, cuando digo: Ave María.
El mundo se vuelve despreciable, los pecados de la carne repugnante, cuando digo: Ave María.
Desaparece la tristeza y vuelve la alegría, cuando digo:
Salve María.
Se disipa la tibieza y el corazón se inflama de amor, cuando digo: Salve María.
Aumenta la devoción, nace la compunción, se acrecienta la esperanza, se intensifica el consuelo, cuando digo:
Salve María.
El ánimo se renueva y se refuerza el empeño en el bien, cuando digo:
Ave María”.
Es tan grande la dulzura de este bendito saludo, que no admite explicación con palabras humanas. Resulta en efecto siempre más elevado y profundo de lo que pueda comprender toda criatura. Por eso doblo una vez más las rodillas delante de ti, Santísima Virgen María, y digo:
“Ave María llena de gracia”.
Clementísima Señora mía, Santa María, acepta este tan devoto saludo y, con él, acéptame también a mí, para que pueda yo tener algo que sea de tu agrado, que fortalezca mi confianza en ti, que encienda en mí un amor cada vez más grande y me conserve por siempre devoto a tu santo nombre.
Quiera el cielo que, para satisfacer mi deseo de honrarte y de saludarte eternamente desde lo profundo del corazón, todos mis miembros se transformen en lenguas y las lenguas en voces de fuego. Madre de Dios, quisiera poder dirigirte este saludo como pura y santa ofrenda de oración, en expiación de todas mis culpas, por las cuales he merecido la ira divina, he entristecido gravemente a tu Hijo, he deshonrado y ofendido muy a menudo a ti y a toda la corte celestial.
Dado que mi vida es frágil y caduca a causa de todos mis excesos, de todas mis negligencias, de todos los pensamientos vanos, inmundos y perversos, quiera el cielo que todos los espíritus bienaventurados y las almas de los justos, con purísima devoción y muy ardiente plegaria, te dirijan, Oh Beatísima Virgen María, y repitan cien veces en tu honor el altísimo saludo con que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fueron los primeros en querer saludarte por medio del ángel. De alguna manera, hallaría así un digno incienso de suave fragancia, ya que en mí nada hay de bueno ni nada que merezca recompensa.
Pero ahora me postro ante ti, impulsado por sincera devoción; y totalmente encendido en veneración hacia tu suave nombre, te repito el gozo de aquel saludo nuevo, jamás oído hasta entonces, cuando el arcángel Gabriel, enviado por Dios, entró en la intimidad de tu morada y, doblando reverente las rodillas, te rindió honor al decirte:
“Ave, llena de gracia, el Señor es contigo”.
Yo deseo, en consonancia con la preciosa costumbre de los fieles y, en todo lo posible, con labios puros, dirigirte este saludo, como también deseo, desde lo profundo del corazón, que te lo dirijan del mismo modo todas las criaturas:
“Ave, María, llena de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es, el fruto de tu vientre, Jesucristo. Amén”.
Este es el saludo angélico, compuesto por inspiración del Espíritu Santo, del todo adecuado a tu dignidad y a tu santidad. Es una oración pobre en palabras, pero rica en misterios.
Breve como discurso, pero profunda como contenido; más dulce que la miel y más preciosa que el oro, digna de repetirse con mucha frecuencia de todo corazón, devotamente y con labios puros, porque, aunque sea el resultado de muy pocas palabras, se esparce en un vastísimo torrente de celestial suavidad.
Pero ay de aquellos que se aburren, que la rezan sin devoción, que no reflexionan sobre sus palabras más valiosas que el oro, que no saborean sus copas de miel, que tantas veces recitan el Avemaría sin atención ni respeto.
Oh dulcísima Virgen María, presérvame de una tan grave negligencia y falta de atención, perdona mi pasado desempeño. Seré más devoto, más fervoroso y más atento al recitar el Avemaría, cualquiera sea el lugar en que pudiera hallarme.
Ahora, después de estas consideraciones, ¿qué te pediré, mi muy querida Señora? Para mí, indigno pecador, ¿hay algo mejor, más útil, más necesario que hallar gracia delante de ti y de tu amadísimo Hijo?
Por lo tanto, pido la gracia de Dios por tu intercesión, ya que, como afirma el ángel, tú has encontrado la plenitud de la gracia ante Dios.
Nada de lo que pida es más precioso que la gracia, ni tengo necesidad de ninguna otra cosa fuera de ella y de la misericordia de Dios.
Me basta su gracia y no necesito nada más: sin la gracia, en efecto, ¿qué resultado tendría cualquier esfuerzo mío?
En cambio, ¿qué puede ser para mí imposible, si me asiste y me ayuda la gracia?
Tengo muchos y diversos defectos espirituales, pero la gracia de Dios es una medicina eficaz contra todas las pasiones y si él se dignará socorrerme, las atenuará a todas.
Adolezco asimismo de pobreza en sabiduría y en ciencia espiritual, pero la gracia de Dios es suprema maestra y dispensadora de la disciplina celestial.
Por consiguiente, ella me basta para instruirme en todos los asuntos necesarios, y me disuade de buscar cualquier cosa fuera de lo imprescindible, y de querer conocer temas más allá de lo lícito. Pero amonesta y enseña a humillarse y a contentarse solamente con ella.
Por lo mismo, Oh clemente Virgen María, consígueme con tus ruegos esta gracia, que es tan noble y preciosa: que yo no desee ni pida nada más que la gracia por la gracia.
Imitación de María (siguiendo los escritos del beato Tomás de Kempis).
Libro I, ENCONTRAR A MARÍA, Capítulo I