Sólo me resta ahora demostraros cómo el insigne Patriarca nos enseña, con su ejemplo, la manera de prepararnos para recibir las gracias del Señor y de conducirnos en nuestras relaciones más íntimas con la Divinidad. Por su fe, su pureza y su recogimiento habitual, fue cómo mereció San José la dignidad de Padre adoptivo del Salvador.
1º. Su fe. San José creyó ciegamente en el misterio de la Encarnación en la virginal fecundidad y en la maternidad divina de María. El reconoció y adoró en el recién nacido del pesebre, en el aprendiz de Nazaret, en el humilde artesano que trabajaba bajo sus órdenes, al Eterno, Criador del universo. Y, sin embargo, ninguno de los prodigios que habían de llenar un día toda la Judea con la fama de su nombre se había realizado aún. El testimonio del Ángel bastaba al glorioso Patriarca y sin temor de engaño, adoraba a su Dios y Señor en aquel que, por inescrutables designios de la Providencia, se hallaba sometido a su autoridad paterna.
Ante la débil Hostia de nuestros altares nuestra fe, como la del glorioso Patriarca, se halla sometida a prueba. Más oculto aún que en el niño de Belén, más anonadado que en el taller de Nazaret, se encuentra Jesús en la divina Eucaristía. Él lo ha dicho, sin embargo, y eso debe bastarnos. Nada hay más cierto que las palabras de la Verdad increada: adoremos pues ciegamente al Hijo de Dios, cuya real presencia se halla oculta en el Santísimo Sacramento del Altar.
2º. La pureza. La virtud de la pureza nos acerca a Dios. Jamás hubiera consentido Nuestro Señor en recibir las caricias de San José, en descansar sobre su corazón y ser mecido entre sus brazos, si el virginal esposo de María no hubiese sido un ángel de inocencia y de pureza. Supliquémosle, pues, que nos obtenga y conserve esta hermosa virtud; que plante en nuestras almas la embalsamada azucena que lleva en su mano, a fin de que la suavidad de su perfume atraiga a ellas al Esposo de las almas castas y haga huir de ellas al enemigo infernal.
3º. El recogimiento. A la par que la pureza, es necesario el espíritu interior para acercarse con fruto al Altar de Dios. Un alma ligera, disipada, no saca ningún provecho. Todo lo malgasta. Ya en los tiempos preevangélicos lo decía el Profeta: “La tierra está desolada porque no hay nadie que reflexione en lo interno de su corazón”. La comunión frecuente, hecha con perfección, es poco menos que imposible, si no va unida con la práctica de la meditación. San José es patrono de la vida interior; en medio de las ocupaciones más vulgares y fatigosas, él se mantenía siempre unido íntimamente con Dios. Mientras sus manos manejaban las herramientas de su oficio, su corazón se elevaba al cielo; estando siempre pronto a escuchar la palabra de Jesús y recibir sus gracias.
Debemos persuadirnos de que no son los trabajos ni las ocupaciones lo que nos disipa; sino nosotros que desgraciadamente nos disipamos por ellos. Pidamos al gran San José se digne revelarnos el secreto de la vida interior; y esforcémonos en hermanar siempre el trabajo con la plegaria; la vida activa con la contemplativa, a fin de que nuestras acciones todas reciban su mérito por el espíritu interior que las anime.
Para terminar esta instrucción y resumirla permitidme que os recuerde un sueño que el antiguo José narraba a sus hermanos. Me parecía ver, decía el hijo de Jacob, que nos encontrábamos reunidos en un campo ligando haces de heno; y que mi haz se mantenía erguido, mientras los vuestros encorvándose, lo adoraban. La visión del antiguo patriarca tiene su realización y se renueva en los días de adoración y de bendición. El haz divino que el nuevo José ha cosechado en el campo de María, se mantiene firme y erguido en el altar, y cual otros tantos haces de heno, todas las almas piadosas, grandes y pequeños, sacerdotes y seglares, se inclinan en su presencia y rendidamente lo adoran. ¡Alabado sea Dios! Regocijémonos: estos días han de ser para vosotros nueva fuente de gracias y prosperidad.
A vosotros, amados comulgantes, quiero legaros también un recuerdo del Génesis: Cuando el ministro del Señor ha depositado en vuestros labios el trigo de los elegidos, en esos momentos en que en vuestras almas rebosan las gracias del Dios de la Hostia, id a llevar presurosos el grano bendito a vuestro querido padre, a aquel abuelo venerable, que quizá, como el anciano Jacob, perece de hambre, alejado de los Sacramentos de la Iglesia. ¡Ojalá el poder de vuestras plegarias y ejemplo y el buen olor de Jesucristo que habéis de esparcir en torno vuestro, logre atraerlos, y les haga venir al encuentro de José, para solicitar el sustento que sus almas necesitan! Quizá tengáis hermanitos pequeños, que aún no han hecho su primera comunión, traedlos con vosotros; preparad para el Señor esos tiernos Benjamines que desea abrazar en el fuego de su caridad.
Cristianos, redoblemos todos juntos nuestro fervor y piedad hacia San José en la persona de Aquel, con quien tuvo tan estrechas relaciones. Él fue el siervo fiel y prudente de que nos habla el Evangelio, a quien el Señor estableció en su casa, para que diese a cada uno la medida de trigo en tiempo oportuno: fidelis servus et prudens quem constituit dominus super familiam suam, ut det cibum in tempore. No parece sino que el Señor hubiese querido, en tal pasaje, hacer la historia de San José, hallándose como estereotipada en esa lacónica parábola la misión temporal que tuvo que desempeñar en vida el padre nutricio del Salvador, y aquella otra misión sobrenatural que, después de su gloriosa muerte, está desempeñando incesantemente en nuestro favor.
† PEDRO ANASTASIO,
Obispo de Tarbes.