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  1. Introducción

El término a-theos se opone a theós (Dios), y aparece en San Clemente de Alejandría (Stromata, VIII, I, 4,3) para designar aquel “que afirma que no hay Dios”, que no hay divinidad. Ciertamente que esta ha sido una realidad y una tentación permanente en la historia del hombre. El salmista ya afirma que es necio el que afirma: Dixit insipiens in corde suo non est Deus (Salmo 53 [52],2).[1]  En los sermones medievales, el ‘insipiens’ es descrito como un tonto, un necio o un altanero, en cualquier caso, alguien a quien no vale la pena tomar en serio.

Clemente de Alejandría añade más -según el padre Fabro- al introducir un concepto, el de pronoia, que sería similar a nuestra Providencia: Indica el cuidado paternal y pastoral de Dios sobre nosotros, no en el cosmos en general, sino en circunstancias particulares, como el don de la Escritura, o del Hijo, o de la filosofía.[2] Es por esta razón que las profecías ocurren, y que el Hijo puede “ser llamado un don especial de la Divina Providencia” (Stromata, V, I, 7,8).[3] El concepto de pronoia es fundamental; si no se cree en él, se convierte en atheos -sin Dios- y constituye un pecado (V, I, 6,1). Esta referencia parece sugerir, que ya desde el inicio de la tradición cristiana, el ateo no era sólo el que negaba directamente a Dios o su existencia, sino incluso el que negaba o dudaba seriamente de algunos de sus atributos.

 

  1. Ateísmo: problema esencial (trascendencia y universalidad del problema)

Afirma el padre Fabro: “De todos los problemas, el de Dios es el más arduo y complejo, coexiste con todas las formas de conciencia, incluidas las más primitivas […] sea para su ponencia como para su solución, dice relación a todas y cada una de las formas de la conciencia humana”. Es el más universal, y también el más trascendental, porque es inabarcable para todas las formas de conocimiento y de conciencia…[4] Puede ser llamado, parafraseando a Kierkegaard, “el problema esencial del hombre esencial”.[5]

El ateísmo moderno se presenta más como una actitud personal que como un comportamiento social; actitud que puede significar protesta o liberación. La pretensión de colocar, en la historia, al inicio de la humanidad, un hombre sin religión, o politeísta o fetichista, o privado de toda verdadera noción o culto de la divinidad, ha sido desmentida por los hechos – y agregamos nosotros: por la historia (…) Afirmaba un antiguo escritor: «Todos los hombres, sin distinción de civilización o lenguaje, honran y temen a los dioses; non existe de verdad ningún pueblo ateo».[6] Y Aristóteles: «Todos los hombres poseen la convicción que existen los dioses».[7]

Para el mismo pueblo de Israel, que era consciente de poseer en el magisterio profético y en los libros sagrados la verdad del único Dios verdadero, el ateísmo es el supremo acto de «necedad» (cfr. Sal 14,1; 53,1) y la idolatría el máximo pecado; concepción retomada después por San Pablo que ve en los nefandos vicios del paganismo el castigo de Dios por el pecado de idolatría (Rom 1,18), y recuerda a los nuevos convertidos que primero estaban sin esperanza y sin Dios (atheos) en este mundo” (Ef 2,12).[8]

 

  1. Ateísmo subjetivo y objetivo

El problema de Dios y del ateísmo suelen considerarse siempre en modo subjetivo. O sea, siempre es una persona – somos nosotros – quienes creemos o no, quienes creemos en un modo u otro. Pero también hay que tratar de considerarlo de un modo objetivo, según la exigencia metafísica de su esencia. Dios es solamente en un modo, y por eso su concepto debe tener un contenido preciso, que excluya toda ambigüedad. Por lo tanto y como contraste, el campo del ateísmo se revela vastísimo. Ya no entran en él sólo los que niegan que Dios exista o los que afirman que su concepto es contradictorio, etc., sino incluso todas las concepciones que se demuestran erradas o inadecuadas respecto a Dios, o sea aquellas que atacan o niegan algunas de sus características fundamentales. Existe un ateísmo “por defecto”, constituido por las negaciones explícitas de Dios; existe también uno “por exceso”, en aquellas posturas que corrompen el concepto de Dios, y le atribuyen una forma de ser que contradice su naturaleza.

Un concepto verdadero de Dios debe necesariamente implicar que:

  • Dios sea reconocido como Ser Supremo, objeto de la verdad que hay que afirmar para convalidar cada verdad concreta en su fundamento. Por eso, el agnosticismo, que declara “inaccesible la existencia de Dios para la inteligencia humana, resbala y se resuelve en el ateísmo, porque no llega a Dios, y deja al hombre sin Dios”.[9]
  • Dios sea único y sumo: Por eso el politeísmo pagano de todos los tiempos, que admite varios dioses, equivale a la negación de Dios.[10]
  • Dios sea espíritu: Que su ser actúe en grado sumo la forma más alta de ser que es la vida según inteligencia y voluntad. Toda forma de naturalismo, panpsiquismo, vitalismo…, etc., es ateísmo.
  • Dios sea trascendente en sí mismo: Trascendente en sí mismo y no la suma de la totalidad del mundo, en el cual Dios estaría incluido como fuerza, vida o razón universal. Toda forma de monismo, y también el panteísmo, es ateísmo.
  • Dios sea persona supremamente libre en su relación con el mundo y con el hombre, de modo tal que la creación del mundo y del hombre proceda por pura liberalidad de Dios y no por exigencia intrínseca de su naturaleza. Son por lo tanto ateas todas las filosofías racionalistas, idealistas e imanentistas que identifican en Dios y en el hombre inteligencia y voluntad, igualándolas como parte de un todo indefinido.[11]

 

  1. Ateísmo de tercer grado

Los que niegan alguna de las últimas características enumeradas en el punto anterior – y la última en particular – caen en el llamado “ateísmo de tercer grado”, como sostienen algunos teólogos. Fabro cita en particular un teólogo de la época del iluminismo, A. Christian Roth, quien afirma: «Ateo de tercer grado no es aquel que niega Dios o algo que lo sustituye, sino aquel que niega sin embargo algo de Dios, o algún atributo o la providencia o incluso alguna persona divina».[12]

Ya lo decía Feuerbach del empirismo: «El empirismo no rechaza la existencia de Dios, pero sí las determinaciones positivas, puesto que su contenido es empírico, finito, de modo tal que el Infinito no puede ser objeto del hombre. Cuando más numerosas son las determinaciones que yo rechazo de un ser, más lo coloco fuera de mí… Y cuando más Dios es Uno, más conozco de Él. Por lo tanto, cada negación de un atributo divino es un ateísmo parcial, una esfera de la ausencia de Dios… Si la misericordia y la compasión no son atributos de Dios, entonces yo estoy solo en mi sufrimiento. Dios no es mi Consolador».[13]

Creación del astro diurno y nocturno (Gen 1,16) – Abadía de Monreale (Sicilia; Italia)

Cita también otra clasificación que coincide sustancialmente con la anterior, realizada esta por la Enciclopedia o Diccionario razonado, y que presenta una división tripartita del ateísmo:[14]

  • Los que afirman que no hay Dios.
  • Los que prefieren pasar por escépticos o incrédulos en dicho respecto.
  • Los otros, poco diferentes de los primeros, que niegan los principales atributos de la esencia divina, por ejemplo, que Dios es un ser sin inteligencia y que obra por necesidad.

 

  1. Rechazo de la revelación del Verbo Encarnado

Dice Jesús a la samaritana: “Dios es espíritu” (Jn 2,4). En calidad de tal, Dios posee inteligencia y voluntad, que Santo Tomás considera las “actuaciones fundamentales y esenciales del espíritu”. Se consideran atributos operativos de Dios.[15] Ya hemos visto más arriba cómo la negación de la espiritualidad de Dios (un atributo explícitamente declarado en la Escritura) ha sido considerada por el P. Fabro y por otros como una negación de la verdadera realidad de Dios.

La inteligencia de Dios es, a su vez, la causa de la existencia de las cosas – en cuanto está relacionada con la voluntad (I, q.14, a.8) – y se dice también que en Dios existen las razones o formas de todas las cosas, que constituyen precisamente las llamadas “ideas divinas”. Estas ideas no presuponen la existencia en Dios de una multiplicidad de cosas, porque Dios las conoce todas en una sola especie, que es la esencia divina (q. 14, a.5 y a.11). Por lo tanto, la idea se identifica con la mente divina y, como tal, es eterna e inmutable como Dios mismo, pero al relacionarse con las cosas, es múltiple y diversa. El pensamiento de Dios sigue siendo uno y el mismo; es la esencia pensada, esta única “especie” mediante la cual Dios piensa una infinidad de cosas. “Esta Esencia divina pensada, por medio de la cual Dios piensa, planea y forma todo, resultó entonces ser, en la teología revelada, la Persona misma del Verbo Divino” (cf. I, q.34, aa.1 y 3).

La presentación que el Evangelio hace del término verdad, en particular la que el mismo Jesús hace, quien se atribuye ser la Verdad, puede considerarse de dos maneras, según Santo Tomás: “En el Evangelio encontramos una doble verdad: una increada y fáctica, que es Cristo (Juan 14,6: Yo soy el camino, la verdad y la vida); la otra es la verdad hecha, producida (1,17: La gracia y la verdad vinieron por Jesucristo)”.[16] Por eso, la verdad increada se la apropia el Hijo, que es la concepción misma del intelecto divino y el Verbo de Dios, mientras que la verdad se encuentra en nuestro intelecto cuando comprende las cosas tal como son. Tanto en un caso como en el otro, la verdad aparece como algo objetivo y en íntima relación tanto con Dios como con su Palabra. Toda forma de racionalismo, que contradice este concepto de verdad fontal, es también una forma de ateísmo, porque niega el aspecto de la personalidad de Dios, como ya había anticipado el Padre Fabro.

En el rechazo de los judíos a la Revelación de Cristo podemos discernir, por lo tanto, una especie de ateísmo, ya que era un rechazo lúcido y consciente de una verdad que se presentaba claramente como Verdad divina, sobre todo a la luz de las obras que había realizado y de las propias Escrituras que los judíos veneraban. Este parece ser el sentido de las palabras de Jesús a los judíos: “¿Por qué no entendéis lo que digo? Porque no escucháis mi palabra” (Jn 8,43). La actitud de rechazo a la palabra transmitida y comunicada por Jesús se convirtió también en un obstáculo que les impedía acceder a la Verdad.

En el largo diálogo con los dirigentes judíos, en el capítulo 8 de Juan, Jesús se presenta varias veces como Palabra de Dios y enviado especial del Padre: “Si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8,24). Aquino, en su comentario, dirá que se trata de una afirmación personal por parte de quien posee el ser por esencia y es también una expresión para afirmar su propia eternidad.[17] Para ellos suena una blasfemia; sin embargo, el Señor dirá que ha hablado bajo el mandato de Dios: Os he dicho la verdad que he oído de Dios (8:40), y lo demostrará con sus obras: Porque el Padre ama al Hijo, y le muestra todas las cosas que hace, y mayores obras que éstas le mostrará, para que os asombréis. Pues así como el Padre resucita a los muertos y da la vida, así también el Hijo da la vida a quien quiere (5, 20-21). Esta frase se cumplió al pie de la letra en la resurrección de Lázaro – además en otros milagros como la curación del ciego de nacimiento[18] – y se volverá a cumplir espiritualmente en muchos creyentes. Pero ni siquiera así creerán. De hecho, Jesús les reprochará que no crean en las obras que dan testimonio de él: Si no creéis en mí, creed en las obras, para que sepáis y reconozcáis que el Padre está en mí y que yo estoy en el Padre (Jn 10,38).

 

  1. Conclusión

El rechazo voluntario, lúcido y total de la Revelación de Cristo es una especie de incredulidad que puede identificarse, al menos en muchos de sus elementos, con el ateísmo de negación de los atributos divinos, especialmente de aquellos atributos que son operativos: La Inteligencia divina, en la que el Verbo de Dios es el supremo Hacedor de las cosas, la voluntad divina por la que obra la Encarnación y la manifiesta con obras visibles, la Providencia sobrenatural por la que quiere salvar al hombre mediante la obra redentora de su Hijo.

El rechazo a Dios que nos toca vivir en el mundo actual, parece que tuviera mucho en común con aquellas palabras del Apóstol San Pablo a Timoteo, acerca de las características de los hombres que guardan ciertas apariencias de piedad, pero que rechazan su verdadera fuente: En los últimos días vendrán tiempos difíciles, porque los hombres serán egoístas, amantes del dinero, jactanciosos, orgullosos, blasfemos, rebeldes contra sus padres, ingratos, irreligiosos (…) calumniadores, intemperantes, despiadados, sin amor al bien, desconsiderados, orgullosos, amantes de los placeres más que de Dios, teniendo apariencia de piedad, mientras han negado su poder (2 Tim 3,1-5).

Que Dios nuestro Señor nos libre del verdadero ateísmo y de sus apariencias, y, sobre todo, de llamar bien al mal. Como dice el Apóstol: Apartaos de toda apariencia de mal (1 Tes 5,22).

P. Carlos Pereira, IVE

 

 

[1] Dice el necio en su corazón: “No hay Dios”.

[2] Más aún, la Providencia, según Tomás de Aquino, dice relación sea a la inteligencia que a la voluntad divinas (S. Th. I, 22, a.1, ad3). “La dottrina della Provvidenza resta il passaggio, nella mente divina, dall’atto di intendere all’atto del volere, ma resta in se stessa un atto dell’Intelletto, sebbene dell’Intelletto pratico” (cfr. G. Cavalcoli, La nozione di Dio nel pensiero di San Tommaso, in Divus Thomas 95/3, 43).

[3] Cfr. C. Fabro, Ateismo, voz en Enciclopedia Católica II, Città del Vaticano 1949, 266 [traducción nuestra].

[4] Cfr. C. Fabro, Dio. Introduzione al problema teologico, Opere complete 18; EDIVI, Segni (Rm) 2009, 9.

[5] C. Fabro, Dio, 14.

[6] Artemidoro, Oneirokr., 9.

[7] De coelo et mundo, I, 3, 270b, 5; ambos citados por C. Fabro, op.cit., 31.

[8] C. Fabro, Dio, 33. También: L’uomo e il rischio di Dio; Opere complete 22; EDIVI, Segni (Rm) 2014, 14.

[9] Se puede distinguir el agnóstico del ateo, en cuanto el primero dice: “No tengo pruebas para demostrar que Dios existe”; el segundo en cambio: “Tengo pruebas para demostrar que Dios no existe”. Hay una distinción en el concepto, por lo cual algunos pensaban que el ateísmo positivo fuese raro o casi imposible, cosa que el desarrollo del pensamiento contemporáneo se ha encargado de desmentir categóricamente.

[10] Incluye entonces la idolatría y el sincretismo, aun cuando se hagan sólo materialmente o por fingimiento. Santo Tomás es clarísimo al respecto: «Lo mismo que, cuando oramos y alabamos a Dios dirigimos nuestras voces significativas hacia Aquel a quien ofrecemos en nuestro corazón las mismas cosas que expresamos, así también, cuando sacrificamos, hemos de entender que no debemos ofrecer el sacrificio visible a otro que a ese Dios cuyo sacrificio invisible debemos ser nosotros en el interior de nuestros corazones» (cfr. Tomás de Aquino, S. Th, II-II, 94, 2). Hemos ya presentado un artículo sobre los tipos de idolatría y su simulación en: https://biblia.vozcatolica.com/2019/11/25/idolatria-y-sus-formas-existe-idolatria-en-una-simulacion-por-ejemplo/

[11] C. Fabro, Introduzione all’ateismo moderno, Opere complete 21; EDIVI, Segni 2013, 53 [traducción nuestra].

[12] «Atheus tertii gradus est, qui non negat Dem nec aliud quid por Deo substituit, negat tamen aliquid Dei, aut attributum aliquod Dei aut providentiam aut etiam personam aliquam divinam» (A. C. Roth, Atheistica Scriptorum Thomasianorum…, Lepzig 1798, I, p.26).

[13] Cf. Grundsätze der Philosophie der Zukunft, § 16, S.W. Stuttgart 1904, Bd. II, 266s.

[14] Cf. M. Diderot- M. D’Alembert, Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné… (Athée) (Paris 17511) v. I, 692ss, donde se afirma incluso que, el ateo, como tal, es punible según la ley natural, porque destruye el fundamento de la moral y de la sociedad. Citados en Cfr. Fabro C., Il problema di Dio, en Problemi e orientamenti di teologia dogmatica (Milano 1957), v. II, 5s.

[15] Cf. S Th, I, q.14, a.1, donde afirma que el conocer depende del grado de inmaterialidad.

[16] Tomas de Aquino, Commento al Vangelo di San Giovanni, XVIII, 38 [2365] (ed. Città Nuova, Roma 1992), v. III, 326.

[17] Cfr. Commento [1179-80], 97.

[18] Jn 9,32: Desde que el mundo es mundo no se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento.

 

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