La “transfiguración” de la Virgen – Hna María del Espíritu Santo

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El misterio de la transfiguración de Cristo nos muestra –como por una rendija– la infinita gloria de la divinidad del Verbo Encarnado, y también nos manifiesta la gloria de la cual participaremos plenamente en el Cielo, pero que ya desde ahora podemos pregustar por la vida de la gracia.

Cristo muestra esta gloria a sus tres apóstoles, por unos breves instantes. El P. Castellani dice que, en realidad, el milagro no es la transfiguración de estos minutos, sino la no-transfiguración de los 33 años de vida mortal… Milagro es haber podido ocultar este torrente infinito de luz y de gloria en ese cuerpo mortal y pasible, que sin embargo se rasgó al primer latigazo de la Pasión.

Moisés, cuando subía al Monte Sinaí para hablar con Dios, al bajar debía cubrir su rostro con un velo, para que los israelitas no se asustaran al ver el resplandor que manaba de él. Con cuánta mayor razón, la humanidad de Cristo “en quien habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col 1, 9) debería haber sido un fanal, trasluciendo su gloria; y, sin embargo, la mantuvo oculta durante toda su vida.

De un modo análogo, podemos hablar también de la transfiguración de la Virgen Santísima.

El día de la Anunciación, la Virgen es llamada por el Ángel “kejaritomene” = “llena de gracia” (Lc 1, 26). El Ángel no ignoraba su nombre propio, sino que la nombra con la palabra que la define profundamente: la que ha sido puesta en el estado de gracia de modo permanente y perfecto. De tal modo que ese primer estado de plenitud de gracia en el que fue puesta en el mismo instante de su concepción, ya era un abismo insondable incluso para los ángeles de Dios.

No obstante, esta plenitud de gracia de la Virgen no es absoluta, como la de Cristo. La plenitud de gracia de Cristo es perfecta en cuanto a la intensidad (no podía crecer más) y en cuanto a los efectos (no le faltó ninguna gracia, ni don, ni carisma). En cambio, la Virgen «no la tuvo en el máximo grado posible, ni para todos los efectos que de ella emanan, sino que se la llama “llena de gracia” en relación consigo misma, en el sentido de que recibió la gracia suficiente para el estado de Madre de Dios a que había sido elegida por el propio Dios» (S. Tomás). Y así y todo, es imposible a nuestra mente poder comprender la riqueza de gracias y dones sobrenaturales de que estuvo llena el alma de María.

Sin embargo, esta plenitud de gracia la disponía para otra plenitud, mayor aún: la Maternidad divina.

Por la Encarnación, la naturaleza humana de Cristo es asumida por la persona Divina del Verbo, y es elevada al orden hipostático absoluto. De tal modo que Jesucristo, Dios-Hombre, es el mismo orden hipostático.

La Virgen, en el momento de la Encarnación, es elevada –por el don de la maternidad divina– al orden hipostático relativo, es decir, entra en el orden de Dios en cuanto se relaciona con su Hijo: «siendo Jesucristo el orden hipostático substancial, María –en cuanto Madre suya– queda por el mismo caso elevada y constituida en el orden hipostático del Hijo de una manera relativa»[1].

El P. Royo Marín[2] explica la superioridad de esta relación respecto de las demás creaturas: «En virtud de la unión hipostática de sus dos naturalezas, Cristo es personal y substancialmente el mismo Dios. Por la gracia, en cambio, se establece entre Dios y nosotros una unión no personal, sino de semejanza puramente accidental, incomparablemente inferior a la hipostática. En este sentido, la maternidad divina de María, en cuanto forma parte del orden hipostático relativo, está también muy por encima de todo el orden de la gracia y de la gloria».

Ninguna otra unión es semejante a la Unión Hipostática, sólo la Maternidad divina se le asemeja. El Verbo Encarnado –y con Él la Trinidad Santísima, toda su gloria infinita, lo que llamamos Cielo y eterna Bienaventuranza– estuvo contenido en el seno de la Virgen. No como sujeto pasivo (como un frasco contiene un precioso perfume), sino aceptando la Voluntad de Dios. Por eso, S. Agustín dice: «Tras estas palabras del ángel, ella, llena de fe y habiendo concebido a Cristo antes en su mente que en su seno, dijo: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”»[3].

La Virgen, al ser constituida Madre de Dios, es transfigurada a semejanza de su Hijo, y en cierto sentido podemos decir que esta transfiguración es más milagrosa, porque ese cuerpo virginal, purísimo, sin la más leve mancha ni movimiento desordenado, jamás dejó traslucir ni un mínimo rayo de esa luz cegadora que se ocultó en su seno durante 9 meses, y que se conservó en su alma hasta el fin de su vida mortal. Porque la Maternidad divina no es una gracia transeúnte, que se acaba con el parto, sino un estado y un vínculo que ya no se puede perder ni disminuir.

«La maternidad divina toca los confines de la divinidad»[4]. Así lo explica santo Tomás: «la bienaventurada Virgen, por el hecho de su maternidad divina, posee una cierta dignidad infinita, por consecuencia del bien infinito que es Dios. Bajo este aspecto, nada superior a Ella puede ser creado, como no puede existir nada superior a Dios»[5].

Lutero, cuando aún conservaba intacta su devoción a la Madre de Dios, ha escrito estas palabras dignas de un Padre de la Iglesia: «Esta maternidad divina –dice– le ha valido bienes tan altos, tan inmensos, que sobrepasan todo entendimiento. De aquí en efecto le viene todo honor, toda bienaventuranza, hasta ser, en la universalidad del género humano, la única persona que sea superior a todas, que no tiene igual, por el hecho que posee un tal Hijo en común con el Padre celestial… Este solo título de Madre de Dios contiene, pues, todo honor, ya que nada se podría decir de ella ni anunciarle cosas más grandes, aunque se tuvieran tantas lenguas como flores y hierbas tiene la tierra, estrellas el cielo y granos de arena el mar»[6].

Hna María del Espíritu Santo

Monasterio “Santos Patronos de Europa” (L’Ollería, España)

 

[1] P. Cuervo, La realeza de María.

[2] R. Marín, La Virgen María. Teología y espiritualidad marianas, BAC.

[3] San Agustín, Sermón 215, 4.

[4] Cayetano, Commentaires de la Somme, 2, 2, q. 103, a. 4, ad. 2.

[5] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 25, a. 6, ad. 4.

[6] Super Magnificat, citado por A. Nicolas, La Vierge Maried’après l’Évangile, p. 13.

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Comentarios 1

  1. Diana Peregrina Carrizo dice:

    Hermoso escrito, muy profundo para meditar gracias hermana María del Espíritu Santo.

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