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He aquí un magnífico y preciso retrato del «Hombre pleno», cuya lectura nos evoca luminosamente la nobleza y magnanimidad de la figura del héroe y del santo.

No sólo está vacío el hombre moderno. Ignora además su vaciedad. Y esto es lo más grave. Porque no puede oponer resistencia a su mal.

Por eso hay que mostrar sus miserias. Tarea ésta sin duda antipática y resistida. Lo cual revela que son miserias ignoradas. O que se encuentra el espectáculo muy desagradable, y se quiere suavizar el diagnóstico. Y ésta es otra manera de aumentarlas.

Todos los desiertos tienen límites. También la vaciedad humana tiene excepciones que limitan la uniformidad de su pobreza. También el hombre moderno, el hombre corteza, tiene su negación. Que en este caso es afirmación. A la que no le cabe ningún calificativo. Sólo el sustantivo. Porque muestra ser sustancia. Pero se lo llama con cualificativos: hombre pleno, hombre cabal, hombre íntegro. Lo cual confirma nuestro aserto. Es la excepción. Hay que cualificarlo para entendernos. Porque en el lenguaje común, hombre es cualquiera. Pero en lenguaje de autenticidad, no. Y se hace necesario distinguir al hombre auténtico, sustancial, del hombre del lenguaje común.

Sin duda que éste es un síntoma muy grave. Tener que apelar a nuevos términos para designar una realidad. Porque su nombre primitivo se presta para confundirla con su deformación.

Algunas muy raras veces conocemos a uno de estos hombres–excepciones. Los signos más externos son el amor y el odio de que es objeto. Como todo lo que es grande. Aun lo perversamente grande. Por eso este signo no basta.

Se lo conoce por sus actos. Y a veces no. O al menos cuesta esfuerzo y tiempo. Porque la tónica de su humanidad no la puede dar su acto externo, visible. Los actos externos suelen ser equívocos para el espectador. Porque el hombre es el único animal hipócrita y mendaz. No. Tampoco el aspecto exterior de los actos basta para descubrir al hombre. Habría que mirar el conjunto desde adentro. Examinar la fuente de sus actos.

Pareciera ridículo. Hablar entre los hombres de cómo se conoce al hombre. Pero es necesario. Porque el hombre común ignora cuál es su esencia, su realidad, su fin, en el cual ha de hallar su perfección. Quizá conozca su punto de partida, su naturaleza inicial. Quizá se sienta orgulloso porque se sabe racional y libre. Pero tiene un mezquino concepto del uso que ha de dar a su inteligencia y a su voluntad libre.

Ha olvidado que su ser no le ha sido dado completo. Que tiene una esencia terminal. Que su naturaleza está en tensión hacia los bordes de su propia medida. Porque tiene un mínimo de ser. Y después… capacidad. Capacidad en orden a su plenitud. Capacidad que habrá de convertir en ser; en ser logrado.

Ha olvidado que tiene una humanidad base y una humanidad que ha de conquistar. Y que aquí recién se hallará el hombre. El hombre sustantivo, íntegro.  Y que a esa conquista ha de aplicar su inteligencia, su corazón, su libertad.

Se verá así, si además de arquitecto de cosas externas, puede serlo de su propia vida.

Se verá si acierta en la dirección hacia el Absoluto Ser, que colmará el hambre de su inteligencia y de su voluntad. Hambre infinita de Verdad y de Bien. Hambre que nos hace peregrinos de mil sendas; ventosas de cuanta verdad y bien minúsculos hallamos. Hambre sin saciedad, pero con esperanza.

Aquí, en el camino hacia la esencia que definirá su perfección, se hallará el hombre con vocación de tal. Con vocación de plenitud. Se mostrará señor de sus actos; director de su vida; solo.

Señor de sus actos. En los que pone todo su ser. Actos claros, definidos, deliberados, rectamente imperados. Actos nobles; enteramente nobles; en sus fines y en sus medios. Sin concesiones. Actos valientes. Ajenos al soborno de afectos mezquinos. Actos que contrastan con las omisiones cobardes de los que lo rodean. Que tienden al exceso, empujados por su misma plenitud. Pero que han mordido el freno de hierro de su voluntad… y se han conservado en su justa medida. Actos múltiples. Para llenar las múltiples dimensiones de su ser. Pero con el sello de la unidad que les marca su dominio. Actos de esposo, de padre, de hijo. Actos de ciudadanos de las dos ciudades; de súbdito, de príncipe; de fiel, de sacerdote; de estudioso, de maestro. Pero siempre muy suyos. Actos generosos, porque en cada uno derrama el calor de su afecto, volcando su ser. Actos cazadores de la verdad y el bien que reflejan a su Fuente. Porque por eso todo le interesa; porque es reflejo de la Luz. Porque por eso es hombre: porque es imagen que se completa perfeccionando su semejanza con el Ser. Porque muestra en la polifacética riqueza de sus actos, las perfecciones de su Autor.

Señor de sus omisiones. Señor de su libertad. Porque sabe desligarse del vínculo que rebaja su naturaleza. Y sabe obedecer libremente la norma justa que regula su acto.

Director. Director que otea el Fin Supremo. Y hacia él empuja en cada instante, la vida que dirige.

Director, que al bien generoso que lo llama para su propia perfección, responde con la fuerza de su empuje, seleccionando cada movimiento. Para que no desmerezca la maldad del acto a la bondad del Fin.

Director que aparta las solicitaciones oscuras, que no participan de la luz meridiana que lo guía. Y las aparta con energía; con la misma con que busca el acto noble.

Inflexible en su dirección. Con la inflexibilidad que creen soberbia los enanos que lo circundan. Pero que no es soberbia. Inflexibilidad flexible ante la oquedad ajena; que trata de llenar con su hidalguía, siempre callada.

Director de sus palabras, que nunca lo preceden. Ni lo duplican. De sus gestos; que no consienten en imitar la hipocresía de los rostros mediocres.

Director de sus silencios, nunca cobardes. Porque también con silencios se muestra la grandeza. Y con silencios se sirve a la infamia.

Director dispuesto a esperar las consecuencias de sus decisiones, cualesquiera fueren. Porque antes mira la pureza del acto que decide, que la presión del afecto pretencioso de eludirlas. Porque así los perjuicios, son beneficios. Y muestran su estatura de coloso.

Señor y director que a veces yerra. Porque no es Dios. Pero que tiene el valor de no buscar falsos pretextos para el acto incorrecto. Y sabe arrepentirse. Y sonreír ante el fracaso. No con la sonrisa del cínico, sino con la sonrisa del desencanto lleno de Esperanza; con la sonrisa que le inspira su confianza en la Providencia.

Señor y director, aunque no déspota y frío. Porque toda su vida está coloreada por la sonora policromía de sus sentimientos. Porque sabe enternecerse. Y conoce el roce de la humedad tibia de sus lágrimas. Porque también son humanas las lágrimas. Y enriquecen. Aunque en muchos sean el signo de su alma miserable.

Señor y director. Pero solo. Con la soledad del gigante. Porque adquirir estatura humana es ser gigante. En la multitud de los hombres frustrados. Que tienen la frustración esencial, dada por el mal uso de su libertad. Hombre solo, entre quienes creyeron que ser hombre era ser cualquier cosa. Y de cualquier manera.

Sus dimensiones de autenticidad lo hacen amado y odiado. Como el Hijo. Odiado por todos los pequeños y torcidos. Porque ante la grandeza, la pequeñez se duplica. Y ante la rectitud, resaltan los codos de las quebraduras. Y porque su presencia sustantiva es un dedo que señala el hueco resquebrajado de su miseria. Dedo silencioso e involuntario. Porque acusa sin ser acusador. Son los incompletos que se sienten acusados. Porque hay un patrón de humanidad que les mide su indigencia. Porque hay un normal que los obliga a verse enanos. Por eso lo odian. Y buscan su destrucción. Con todos los medios.

Este es uno de los signos del mundo moderno: la destrucción de lo mejor. La búsqueda de la igualdad. Pero no con crecimiento, sino haciendo universal la medida del pigmeo. Igualdad en lo menos, porque el denominador común es lo más bajo. Porque es más fácil abandonarse que crecer con esfuerzo permanente. Y obligar a los demás al abandono. Porque es más fácil y rápido podar que hacer crecer. Y usar la guillotina… en nombre de la igualdad.

Solo y odiado. Porque la recta que parte de su naturaleza, y que a través de sus actos apunta al Ser Pleno, muestra la debilidad curvada de las vidas apóstatas. De los apóstatas de la condición humana. Aunque no lo sean de la Fe. Porque también se dan esos monstruos.

Y porque lo odian, lo calumnian. Para igualarlo en la miseria. Para que su nobleza no marque el contraste de su ignominia.

Pero también despierta amor. Siempre. Porque no se ha perdido la capacidad de admiración. Y quien admira ha empezado el camino del amor. Y hay quien admira la integridad del hombre. Y hay siempre uno que parte en el camino difícil de su consecución. Pero son pocos. Empiezan a ser los hijos de la Luz.

En general, son jóvenes. Que no han encallecido su alma. Que no han sido mordidos todavía por la envidia. Y por eso, pueden admirar las cosas noblemente grandes. Y buscar la estatura de su humanidad. Todavía ven la Vida, allí donde ella vive. Y la desean para sí. No todo es oquedad. Y el hombre pleno, el hombre auténtico, ve crecer en los otros la Imagen que él refleja. Y este es el consuelo de su soledad no buscada; ver que sobre el nivel de la multitud moderna se asoman las dimensiones de la autenticidad de otros hombres. Aunque no todos los que él quisiera. Porque él sí desea la igualdad verdadera; en la grandeza. Él sí desea la igualdad en la llegada; en la conquista de la esencia definitiva y quieta que dará la plenitud del Ser. Y ama. Y busca para todos, su estatura. Y tiende la mano. Pero la soberbia del corto, la más peligrosa de las soberbias, la rechaza. Prefiere el fracaso, a la confesión de su finitud voluntaria. Y culpable.

No. No todo es oquedad. Hay hombres plenos. Y los que van en camino. Capacidades frescas que hay que guiar. Capacidades dormidas que hay que despertar.

Y mostrarles las caricaturas desvertebradas de los hombres modernos. Para inspirarles el santo horror a la frustración de su humanidad. Y mostrarles la belleza de la plenitud. Para despertar el más noble de los apetitos naturales del hombre. Para despertar el amor apasionado por el Ser. Y por cada reflejo suyo. Para que sientan la ambición de lograr su medida. La medida del hombre sin aditamentos. Del hombre sustantivo.

* Escrito en homenaje a Guido Soaje Ramos, y publicado en «Tribuna», San Juan, Argentina, domingo 16 de julio de 1980.
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