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Introducción.

Cuando los Judíos dejaron Egipto, tenían la promesa de que llegarían a una tierra en que habría: leche y miel. Se lee en Número 14, 8: “Si el Señor nos favorece, nos hará entrar en esa tierra que mana leche y miel, y nos la dará”[1]. Erich Fromm interpreta esto de la siguiente manera: Leche es el contenido de lo que necesitamos para satisfacer nuestras necesidades vitales; mientras que la miel simboliza lo dulce de la vida y la felicidad de existir.

Digamos en concreto, que, para habitar en la tierra prometida, y por tanto ser felices acá en este mundo, necesitamos tener leche y miel. Pero, veamos un poco más en detalle cada uno de estos conceptos.

 

Leche: condiciones materiales de la existencia.

A quien no le resulta obvio que la pobreza material genera infelicidad. Atenta contra la dignidad de cada persona el hecho que existan quienes no pueden tener una vida con condiciones materiales mínimas: techo, ropa, comida y educación. Más aún, cuando sabemos que coexisten en un mismo país personas que son multimillonarias al mismo tiempo que personas que viven baja la línea de la pobreza (forma elegante para no decir miseria). Por eso la Iglesia siempre ha visto la existencia de la pobreza como “un pecado que clama al cielo”.

La dignidad propia de cada persona exige “un desde” en términos de condiciones materiales de existencia. Por naturaleza necesitamos comer, vestir, vivir en un lugar; pero no solo eso, también aprender, participar, conocer, ser parte de una familia, etc. Cualquier lugar en que una persona no encuentre esto de forma segura, lo convierte en algo lejano al paraíso en la tierra. Por eso es agobiante la lucha política por replicar modelos que tienen sobrada evidencia que no funcionan o no bastan: los estatismos asfixiantes que quitan la sana independencia a los individuos y sus iniciativas; y también, la entrega del bienestar material básico de las personas “al mercado”, ente abstracto que se supone dará bienestar por chorreo. Decía el Papa Juan Pablo II en Chile: “Los que nada tienen no pueden aguardar un alivio que les llegue por una especie de rebalse de la prosperidad generalizada de la sociedad”[2].

Por cierto, el compromiso que debemos tener para combatir la pobreza debe ser mucho más que un mero sentimentalismo, que a veces deriva en una postura política, que no tiene obras. Para que no quedara ninguna duda que respecto la pobreza de los pobres (porque no existe la pobreza en sí, lo que existen son personas pobres) debemos tener una actitud activa, es decir, que debemos contribuir a crear el paraíso en la tierra con leche para los prójimos, Jesús dijo las siguientes palabras, en donde queda claro que esto tiene repercusiones hasta la eternidad: “Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver”[3]. Jesús se identificó con los pobres, los hace suyos, de su propiedad. Por tanto, si queremos a Jesús, debemos servir a los pobres. No hay dos lecturas ni claroscuros en este tema.

 

Miel: ¡Qué admirable que existas!

Tan cierto que necesitamos leche, lo es también que necesitamos miel, es decir amor. De hecho, podríamos decir que amor necesitamos más que cualquier otra cosa. Para argumentar esto traigo a colación una cita que hace Joseph Pieper de unas investigaciones del psicólogo Spitz: “las investigaciones del psicólogo René Spitz, investigaciones comparadas sobre diversos grupos de niños, algunos de los cuales nacieron en la cárcel y fueron atendidos y alimentados diariamente durante algunas horas por sus propias madres, también ellas encarceladas, y otros que fueron atendidos en institutos norteamericanos para niños recién nacidos, impecables desde el punto de vista higiénico, y por personal excelentemente capacitado. Pues bien, ¿cuál fue el resultado de estas investigaciones? En todo lo que tiene que ver con la mortalidad, la enfermedad, la predisposición a la neurosis, etc., los niños que fueron atendidos por sus madres en la cárcel están incomparablemente mejor. Es evidente, entonces, que no basta que alguien reciba suficiente comida, que no pase frío, que tenga un techo donde cobijarse, y todo lo demás que requieren las necesidades de la vida. Todo eso lo recibieron aquellos niños que fueron internados en casas infantiles, lo recibieron en una medida abundante. Recibieron leche, pero no miel”.

Podríamos definir que cuando amamos a alguien decimos: “qué admirable que existas”. El hecho de existir para una persona presupone un acto creador, lo precede una afirmación: sí, existe. Pero, de algún modo esta verdad creacional que nos acompaña se debe continuar y realizar en el tiempo por alguien que nos ame. Cuando a otro le decimos “que admirable que existas” no estamos agregando nada al hecho de su existencia, sino que nos estamos como deslumbrando ante su ser, alegrando que esté y sea. No nos basta la mera existencia, necesitamos ser amados, que alguien nos diga con toda sinceridad “qué bien que tú existas”.

Ahora bien, el amor tiene como dos sucedáneos, dos disfraces que lo imitan, que se intentan parecer, pero que no lo son. Por un lado, está el amor mercenario, que quiere porque quiere una recompensa. CS Lewis lo llamaría “un mecanismo que uno usa para su propia satisfacción”. Este amor no está admirado por la mera existencia del otro, no lo alegra el ser del otro, sino su posesión. En definitiva, más que amor es egoísmo, y más que ser una tendencia desinteresada hacia la persona amada, es sed de dominación. Claramente eso no es miel.

También está el amor puro, que se disfraza de total desinterés, pero al punto de ser un amor angélico, pero no humano. Es la actitud de quien ve la persona amada como algo tan lejano que entiende que la forma sincera de quererla es renunciado a su cercanía. La admiración es tal que aleja en vez de acercar.

La realidad es que lo propio del amor, su naturaleza más íntima es querer y disfrutar de la cercanía de la persona que se ama. La admiración por su existir empuja a un coexistir. Quien mejor ha descrito esta tendencia desinteresa, pero que incluye la recompensa es San Bernardo: “todo verdadero amor es sin cálculo, y sin embargo tiene su recompensa; puede recibir su recompensa sólo si es sin cálculo… Quien busca en el amor algo distinto del amor, ese tal pierde el amor y al mismo tiempo la alegría del amor”.

Con otras palabras, también lo explica Joseph Pieper: “sigue siendo, pues, incuestionablemente verdadero, que el amor no busca lo suyo. Y, con todo, de hecho se le da “lo suyo”, con la condición de ese desinterés no calculador. Y esta retribución del amor no puede ser totalmente indiferente al amante. Los grandes maestros de la Cristiandad lo han expresado muchas veces: no está hecho el hombre creado de tal forma que podría querer no ser feliz, no ser bienaventurado. Un amor absolutamente desinteresado, un amor que ama sin motivo, como algunos teólogos sostienen que es únicamente el verdadero amor cristiano, está más allá de nuestras posibilidades”.

Para terminar, merece ser mencionado, que la caridad cristiana, por ejemplo, la Madre Teresa cuidando enfermos en Calcuta o el Padre Hurtado cuidando y dando hogar a los pobres, brota de la misma afirmación “qué bueno que existas”, pero con una mirada sobrenatural, ya que la redención de Cristo en la cruz es eso: una nueva creación. Jesús nos ha re-creado mediante su pasión, muerte y resurrección. Y enraizados en este acto sublime de amor, los santos han mirado a los prójimos con la admiración que nace de saber que ellos han sido redimidos.

Para concluir, podemos afirmar que una vida será el paraíso en la tierra si tiene leche y miel. Eso nos lo debemos procurar a nosotros mismos, y tal vez y por sobre todas las cosas, procurárselos a quienes nos rodean. Ahora bien, para que una vida sea real, también debemos tener una forma de relacionarnos con el dolor y la muerte, pero eso daría para un ensayo completo.

Miguel Contreras


[1] Confrontar también: Deuteronomio 31, 20; Ezequiel 20, 15

[2] Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a los delegados de la comisión económica para América Latina y el Caribe. N° 7

[3] Mateo 25, 34-36

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