Este Domingo de Pentecostés, está dedicado especialmente a la tercera persona de la santísima Trinidad: el Espíritu Santo. Y si bien toda la Santísima Trinidad es la que obra siempre, sin embargo, desde nuestra condición de creaturas, solemos decir que, así como el Padre envía al Hijo y el Hijo nos redime, así también, el Espíritu Santo es quien nos santifica, y de manera absolutamente eficaz de parte suya, pero de parte nuestra esto depende particularmente de nuestra docilidad a Él y sus mociones… y de esto, precisamente, es de lo que hoy vamos a hablar.
Dice san Alberto Hurtado que: “…Si no tuviéramos más luces que las de la pura razón natural, los hombres viviríamos en perpetuos conflictos, y el campo de nuestros conocimientos ciertos se vería estrechamente limitado; felizmente tenemos esta otra fuente de verdad más segura, garantizada con la asistencia espiritual del Espíritu Santo, que según la promesa del Maestro estará con su Iglesia hasta el fin de los siglos.” Sabemos bien que la luz de la razón viene a iluminar y ayudarnos a discernir en nuestra vida natural, cotidiana; y es por eso que debemos -en conciencia-, hacer lo posible para que esa luz se acreciente: mediante el estudio, la experiencia, la reflexión, los buenos consejos, etc. Pero también necesitamos una luz que ilumine y guíe nuestra vida sobrenatural, y ésta nos viene del Espíritu Santo por medio de su gracia; y actuará más y mejor en nuestra vida espiritual, en la medida que aprendamos a escucharlo o comprender sus mociones y que las vayamos siguiendo movidos por la caridad. No por nada al Espíritu Santo se lo llama “alma de la Iglesia”.
El Catecismo de la Iglesia católica (nº688) dice:
La Iglesia, comunión viviente en la fe de los Apóstoles que ella transmite, es el lugar de nuestro conocimiento del Espíritu Santo:
– en las Escrituras que Él ha inspirado;
– en la Tradición, de la cual los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales;
– en el Magisterio de la Iglesia, al que Él asiste;
– en la liturgia sacramental, a través de sus palabras y sus símbolos, en donde el Espíritu Santo nos pone en comunión con Cristo;
– en la oración en la cual Él intercede por nosotros;
– en los carismas y ministerios mediante los que se edifica la Iglesia;
– en los signos de vida apostólica y misionera;
– en el testimonio de los santos, donde Él manifiesta su santidad y continúa la obra de la salvación.
San Juan Pablo II nos ofrece también un párrafo muy ilustrativo: “A propósito de esta presencia del Espíritu Santo en el hombre, es preciso recordar los modos sucesivos de presencia divina en la historia de la salvación. En la Antigua Alianza, Dios se halla presente y manifiesta su presencia, al principio, en la «tienda» del desierto y, más tarde, en el «Santo de los Santos» del templo de Jerusalén. En la Nueva Alianza la presencia tiene lugar y se identifica con la encarnación del Verbo: Dios está presente en medio de los hombres en su Hijo eterno, mediante la humanidad que asumió en unidad de persona con su naturaleza divina. Con esta presencia visible en Cristo, Dios prepara por medio de él una nueva presencia, invisible, que se realiza con la venida del Espíritu Santo. Sí; la presencia de Cristo «en medio» de los hombres abre el camino a la presencia del Espíritu Santo, que es una presencia interior, una presencia en los corazones humanos. Así se cumple la profecía de Ezequiel (36, 26-27): «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo… Infundiré mi espíritu en vosotros».”
Teniendo siempre presente la importancia del Espíritu Santo para la Iglesia, pongamos ahora nuestros ojos en nuestra propia alma en relación con este Espíritu Divino, ya que -como hemos dicho antes-, de nuestra docilidad a Él depende nuestra vida espiritual, es decir: nuestro crecimiento en el amor a Dios y al prójimo, nuestra comprensión y aceptación de la voluntad divina, nuestra fortaleza en la tentación, nuestra esperanza en la sequedad, nuestro progreso espiritual y la fecundidad de nuestra vida en bien de la Iglesia y de los demás.
Queridos hermanos, el Espíritu Santo que nuestro Señor Jesucristo ha querido enviar a nuestros corazones, posee la capacidad divina de transformar completamente las vidas de quienes sepan escucharlo, y nosotros no estamos exentos de sus beneficios y sus gracias si realmente lo dejamos instruirnos. Pensemos, por ejemplo, en los mismos apóstoles después de la resurrección. Según nos cuenta la Escritura, nuestro Señor se había aparecido varias veces a sus discípulos, confirmando así su doctrina y su amor hasta el extremo por ellos y por cada uno de nosotros; y, sin embargo, no fue sino hasta que recibieron el Espíritu Santo que salieron valientemente a dar testimonio de su Señor… ¿comprendemos bien esto?: ¡lo habían visto resucitado, pero debía venir el Paráclito para transformar y robustecer aquellas almas flacas y aquellas mentes duras para que, luego de haberlo recibido, recién allí salieran a predicar el Evangelio sin temores ni respetos humanos, sino embebidos de este Espíritu Divino! Pues bien, lo mismo ha de pasar en nuestras vidas, especialmente hoy en día, en que la opinión de los mundanos pareciera multiplicar a “los apóstoles escondidos”, haciendo de muchísimos corazones cenáculos cerrados donde la verdad se queda oculta.
El mismo Papa Juan Pablo II nos enseña en una de sus catequesis, como describiendo todo lo que se va produciendo en el alma dócil al Espíritu de Dios que ha venido a hacer morada en ella: “Toda la vida cristiana se desarrolla en la fe y en la caridad, en la práctica de todas las virtudes, según la acción íntima de este Espíritu renovador, del que procede la gracia que justifica, vivifica y santifica, y con la gracia proceden las nuevas virtudes que constituyen el entramado de la vida sobrenatural. Se trata de la vida que se desarrolla no sólo por las facultades naturales del hombre (entendimiento, voluntad, sensibilidad) sino también por las nuevas capacidades adquiridas mediante la gracia, como explica Santo Tomás de Aquino (S. Th., I-II, q. 62, aa. l, 3). Ellas dan a la inteligencia la posibilidad de adherirse a Dios-Verdad mediante la fe; al corazón, la posibilidad de amarlo mediante la caridad, que es en el hombre como «una participación del mismo amor divino, el Espíritu Santo» (II-II, q. 23, a. 3, ad 3); y a todas las potencias del alma y de algún modo también del cuerpo, la posibilidad de participar en la nueva vida con actos dignos de la condición de hombres elevados a la participación de la naturaleza y de la vida de Dios mediante la gracia: «consortes divinae naturae», como dice San Pedro (2 Pet l, 4).”
De todo esto se sigue la evidente y maravillosa conclusión que hoy deseamos compartir: la necesidad de hacernos cada vez más dóciles al Espíritu Santo. En primer lugar, hay que desterrar el pecado mortal (para que el Espíritu Santo tenga un lugar en el alma), obviamente, y combatir sin tregua el pecado venial deliberado, es decir, el que ha sido pensado, decidido y consentido, pues aunque no sea materia grave, sin embargo, el pecado entristece al Espíritu de Dios y le pone impedimentos para obrar, pues implica rechazo de parte del alma. A partir de aquí los medios consistirán en todo lo que hace a la vida espiritual: contacto y amor a la Sagrada Escritura, al Magisterio de la Iglesia y su Tradición; deseo sincero de imitar a nuestro Señor Jesucristo; una seria y comprometida vida de oración; práctica y trabajo en las virtudes, etc. En definitiva, todo aquello que vaya haciendo de nuestra alma una morada más y más digna, cómoda para este Espíritu Paráclito que implica esa presencia escondida y eficaz de Dios en nosotros, amorosa y transformante, que sabe desarmar a los infames pecadores y forjar a los grandes santos de la Iglesia.
Examinemos nuestros posibles pecados, y detestémoslos; examinemos nuestros desórdenes, y corrijámoslos; examinemos nuestra falta de amor, y trabajemos fielmente por una entusiasta correspondencia al amor Divino.
Que María santísima, nuestra tierna madre del Cielo, “la llena de gracia cubierta por el Espíritu Santo”, nos alcance esta gracia.