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 «Que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos

participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo» (Pleg. Euc. II).

1.– En su discurso sobre el Pan de vida Jesús mismo presentó la Eucaristía como el sacramento de la unión con él: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 56). Es una verdadera compenetración de Cristo con nosotros y de nosotros con Cristo. Evidentemente la vida de Jesús y la nuestra, su Persona y la nuestra, permanecen distintas; sin embargo, «el cuerpo y la sangre de Cristo que comemos hacen que estemos en Cristo y Cristo en nosotros… Él, pues, está en nosotros y nosotros en él por su carne, y con él está en Dios todo lo que somos» (S.Hilarlo, De Trinit. VIII, 14). Nunca como en el momento de la comunión sacramental está el fiel unido a Jesús, compenetrado con él y transformado, deificado y sumergido en la divinidad: «con él está en Dios todo lo que somos».

Pero Jesús va más allá y añade: «Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma, vivirá por mí» (Jn 6, 57). Toda la vida de Cristo procede del Padre, y no tiene otra vida que la que el Padre le comunica. Del mismo modo el que se alimenta de la carne de Cristo vive de la vida que Cristo le comunica; vida recibida ya en el bautismo, pero que por la Eucaristía la comunica más inmediatamente el que es fuente de ella, porque Cristo en persona viene a infundírsela. Jesús vive por el Padre porque el Padre es el manantial de su vida; y el comulgante vive por Jesús, porque Jesús, haciéndose su alimento, se hace del modo más directo, íntimo y profundo, la fuente de su vida. Y así como Jesús, habiendo recibido la vida del Padre, vive sólo para su gloria, dedicándose por entero a la misión que le ha sido confiada, así el comulgante no puede vivir ya una vida limitada a intereses y preocupaciones personales, no puede vivir ya para sí, sino que debe vivir para Jesús, para cumplir su voluntad y procurar su gloria. «Ninguno de nosotros vive para sí mismo… —exclama S. Pablo— Si vivimos, para el Señor vivimos» (Rm 14, 7-8).

2.– El Vaticano II afirma: Cristo, «antes de ofrecerse víctima inmaculada en el altar de la cruz, oró al Padre por los creyentes diciendo: “que todos sean uno, como tú, Padre estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros…” (Jn 17, 21); e instituyó en su Iglesia el admirable sacramento de la Eucaristía, por el cual se simboliza y se realiza la unidad de la Iglesia» (UR 2). Desde los comienzos de la Iglesia ha sido considerada la Eucaristía como el símbolo de la unión de todos los creyentes. Dice una antigua plegaria eucarística: Respecto a la Eucaristía daré gracias así: Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra» (Didaché 9). Y pues los sacramentos efectúan la realidad que significan, la Eucaristía no sólo representa, sino que realiza la unión de los creyentes, ya que alimentándose éstos de un solo pan, la carne inmaculada de Cristo, se incorporan a él formando un solo cuerpo, su Cuerpo místico que es la Iglesia. La unión de todos los fieles en Cristo, comenzada con el bautismo, se fortalece, perfecciona y llega a cumplimiento en la Eucaristía, por lo que se puede en verdad decir que «la Iglesia vive y crece continuamente» por la Eucaristía, que complementa «la edificación del Cuerpo» (LG 26.17). Hablando de la Iglesia primitiva, aseguran los Hechos de los Apóstoles que la reunión de los creyentes era un solo corazón y una sola alma, unida y alimentada por la Eucaristía (Hc 4, 32; 2, 42); éste es el fruto que debe continuar produciendo en la Iglesia el Pan eucarístico: unidad de corazón y espíritu entre todos los creyentes, como consecuencia preciosa y lógica de la unión de cada uno con Cristo. Cuanto más profunda es la unión de los particulares con Cristo mediante la Eucaristía, tanto más generosa será la unión recíproca entre los que se alimentan de la misma Mesa, realizándose así la oración del Señor: «que sean perfectamente uno» (Jn 17, 23). Es por lo que la Iglesia ruega al Padre en la Misa: «que fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de Cristo y llenos del Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Pleg. Euc. III).

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¿Quién, Señor, debiera ser más puro que el que goza de tu sacrificio? ¿Qué rayos de sol debieran ser más esplendorosos que la mano que corta esta carne, que la boca que se llena de este fuego espiritual, que la lengua que se enrojece de esta sangre…? Que me dé cuenta, Señor, del honor que se me concede y de la mesa de que disfruto. Lo que contemplan los ángeles temblando, lo que no se atreven a mirar sin temor cara a cara por el resplandor que de sí irradia, de eso nos alimentamos nosotros. Con eso nos unimos estrechamente y venimos a ser un solo cuerpo y una sola carne. «¿Quién contará tus maravillas, Señor, y hará oír todas tus alabanzas?» ¿Qué pastor alimenta a sus ovejas con su propia carne? Mas ¿qué digo pastor? Madres hay muchas veces que, después de los dolores del parto, dan a criar sus hijos a otras nodrizas. Tú, Señor, no consentiste eso, sino que nos alimentas con tu propia sangre y por todos los medios nos unes estrechamente contigo… Con cada uno de los fieles te unes por medio de la Eucaristía; y a los que engendraste, por ti mismo los alimentas, y no los entregas a otros, con lo que nuevamente me persuades que has tomado mi carne.

Oh, Señor, que no sea yo tibio después que tal amor y tal honor me has concedido. ¿No veis los niños pequeñuelos con qué fervor se pegan al pecho de sus madres, con qué ímpetu clavan sus labios al pezón? Que yo también me acerque así a esta sagrada mesa y al pecho del cáliz espiritual; o más bien, con mucho mayor fervor que los niños de pecho, atraiga la gracia del Espíritu Santo y sea mi único dolor no participar de este alimento. No es obra de poder humano lo que se nos pone delante. El que otrora hizo eso en la última cena, ése mismo es el que lo sigue haciendo ahora. (S. JUAN CRISOSTOMO, Coment. al Ev. de S. Mt, 82, 5).

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Como este pan, disperso un tiempo por los montes, fue recogido para formar una cosa, así, Señor, reúne a tu santa Iglesia de toda raza, de todo país, de toda ciudad, de toda aldea, de toda casa, y haz de ella la Iglesia una, viviente, católica. (S. SERAPION, de Oraciones de los primeros cristianos, 191).

* Del P. Gabriel de Sta. María Magdalena OCD; en «Intimidad Divina, meditaciones sobre la vida interior para todos los días del año», 7ª edición española. Burgos – Editorial El Monte Carmelo – 1982.

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