¡Jesús escucha siempre nuestra oración! Una prueba de ello, además de las oraciones personales que han sido escuchadas, lo tenemos en la Sagrada Escritura, el catecismo lo detalla en el número 2616: “…Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (del leproso [cf Mc 1, 40-41], de Jairo [cf Mc 5, 36], de la cananea [cf Mc 7, 29], del buen ladrón [cf Lc 23, 39-43]), o en silencio (de los portadores del paralítico [cf Mc 2, 5], de la hemorroisa [cf Mc 5, 28] que toca el borde de su manto, de las lágrimas y el perfume de la pecadora [cf Lc 7, 37-38]). La petición apremiante de los ciegos: “¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!” (Mt 9, 27) o “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!” (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Sanando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria del que le suplica con fe: “Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!”.”
San Agustín nos da tres razones para confiar en la oración hecha hacia Jesucristo al hablar de las tres dimensiones que tiene la oración del mismo Jesús: “Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro”.
1. Ora por nosotros como sacerdote nuestro
Es decir, ora en favor nuestro, como verdadero sacerdote pontífice, que es “puente” entre Dios y los hombres, intercediendo ante el Padre por nosotros y nuestras necesidades. Por eso pedimos en nombre suyo al final de las oraciones litúrgicas cuando decimo “Por Jesucristo Nuestro Señor…”.
2. Ora en nosotros como cabeza nuestra
Porque es quien dirige nuestra oración cuando tenemos su mismo deseo de cumplir la voluntad del Padre, cuando tenemos sus mismos sentimientos y somos dóciles a su palabra. Más aún cuando usamos sus mismas palabras, sobre todo en la oración oficial de la iglesia: el rezo de la liturgia de las horas.
3. A Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro
Porque Cristo es Dios y hombre a la vez, él tiene una naturaleza humana que le permitió nacer y morir como un hombre, que le permitió reír, llorar y sudar sangre, finalmente ser crucificado y morir. Pero también tiene una naturaleza divina, porque es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo. Cristo es Dios, lo prueban todos sus milagros, sus palabras y obras como cumplimiento de todas las profecías del Antiguo Testamento, coronadas con su resurrección. Hacia ese único Dios se dirige nuestra oración filial.
Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros
Termina diciendo así el comentario de San Agustín: que veamos nuestra oración puesta en sus labios y su oración puesta en los nuestros. Para ello hay que tener la misma voluntad que tenía Él: cumplir en todo la voluntad del Padre.
P. Rodrigo Fernández, IVE