Ejemplo formidable para los que no aprecian el inmenso tesoro de la Santa Misa – San Leonardo de Porto Maurizio

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Dos insignes doctores de la Iglesia, el Ángel de las Escuelas Santo Tomás de Aquino y el Seráfico San Buenaventura, enseñan, como se dijo en el capítulo primero, que el adorable sacrificio de la Misa es de un precio infinito, tanto por razón de la Víctima, como por la del sacerdote que la inmola. La Víctima ofrecida es el Cuerpo, la Sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo; y el primer sacrificador, es el mismo Jesucristo. ¿De qué procede, pues, que tantos cristianos hacen tan poco caso de este inestimable tesoro, prefiriendo a él un vil interés?

Hemos escrito este opúsculo con el fin de instruir a todos los que quieran leerlo con atención, e inspirarles la más sublime idea de este Divino Sacrificio. Si hasta hoy ¡oh cristiano lector! fue para ti un tesoro escondido, ahora que ya conoces su valor infinito, quisiera que tomases una resolución eficaz de aprovecharte de él, asistiendo todos los días a la Santa Misa. Para concluir de animarte a la práctica de una obra tan piadosa y fecunda en resultados espirituales y aún temporales, voy a referirte un ejemplo terrible que pondrá el sello a toda la obra.

Eneas Silvio, que llegó a ser Papa con el nombre de Pío II[1], cuenta que un gentil-hombre de los más distinguidos de la provincia de Istria, después de haber perdido la mayor parte de su inmensa fortuna, se había retirado a una aldea suya para vivir allí con más economía. Vióse al poco tiempo ataca-do de una negra melancolía que no le dejaba un momento de sosiego, persiguiéndolo hasta el punto de querer abandonarse a la desesperación. En medio de luchas interiores tan horribles recurrió a un piadoso confesor, quien, después de haberle oído sus trabajos, le dio un excelente consejo: “No deje usted pasar, le dijo, un solo día sin oír la Santa Misa, y no tenga usted ningún temor”. Este aviso agradó tanto al gentilhombre, que se apresuró a ponerlo en ejecución, con el objeto de asegurar más y más la facilidad de su cumplimiento, tomó un capellán para que le dijese Misa todos los días en el castillo. Por un compromiso inevitable, tuvo este sacerdote que ir muy temprano a una villa poco distante, para ayudar a otro compañero que celebraba la primera Misa. Nuestro piadoso caballero, no queriendo pasar un solo día sin asistir al adorable Sacrificio, salió del castillo en dirección a la villa con el fin de oír allí la Santa Misa. Como iba a un paso muy acelerado, un aldeano que lo encontró en el camino le dijo: “Que podía volverse a su casa, porque la Misa del nuevo sacerdote había concluido y no se celebraba ninguna otra”. Al oír esta noticia se llenó de turbación, y empezando a lamentarse, exclamó: “.Qué será de mí en este día, qué será de mí? Quizá sea hoy el último de mi vida”. Asombrado el aldeano de verle tan afligido, le dijo: “No os desconsoléis, señor: con mucho gusto os vendo la Misa que acabo de oír. Dadme la capa que cubre vuestros hombros y os cedo la Misa, con todo el mérito que por ella pude haber contraído delante de Dios”. El gentilhombre tomó la pa-labra del aldeano, y después de haberle entregado muy gozoso su capa, continuó su viaje a la iglesia para rezar allí sus oraciones. Al regresar al castillo y habiendo llegado al sitio donde se había verificado el indigno cambio, vio al infeliz aldeano colgado de una encina como Judas. Dios había permitido que la tentación de ahorcarse, que tanto atormentaba al gentilhombre, se apoderase de aquel desgraciado que, privado de los auxilios que había alcanzado por medio de la Santa Misa, no tuvo fuerzas para resistir. Horrorizado a vista de semejante espectáculo, comprendió una vez más toda la eficacia del remedio que su confesor le había dado, y se confirmó en la resolución de asistir todos los días al Santo Sacrificio.

A propósito de este tremendo caso, quisiera hacerte dos observaciones de altísima importancia. La primera es concerniente a la monstruosa ignorancia de aquellos cristianos que no apreciando debidamente las inmensas riquezas encerradas en el Sacrificio del altar, llegan a tratarle como si fuera un objeto de tráfico. De aquí proviene esa manera de hablar tan inconveniente, que tienen ciertas personas, cuyo cinismo llega al extremo de preguntar a un sacerdote: ¿Cuánto me cuesta una Misa? ¿Quiere usted que se la pague hoy? ¡Pagar una Misa! ¿Y en dónde encontraréis capital equivalente al valor de una Misa, que vale más que el paraíso? ¡Qué ignorancia tan insoportable! La moneda que dais al sacerdote es para proveer a su subsistencia, pero no un pago de la Santa Misa, que es un tesoro que no tiene precio.

Muy cierto es, amado lector, que en este opúsculo te he exhortado constantemente a oír todos los días la Santa Misa, y a que hicieses celebrarla con la mayor frecuencia posible. Y quién sabe si con este motivo habrá tomado un pretexto el demonio para soplar-te al oído esta maldita sospecha: “Los sacerdotes presentan muy buenas y excelentes razones para inclinarnos a dar limosnas destinadas a la celebración del Santo Sacrificio; sin embargo, no es oro todo lo que reluce. Bajo una apariencia de celo, ellos buscan su provecho, pues cuando se penetra en el fondo de ciertas cosas, se comprende al fin que el interés es el único móvil de todo lo que hacen y de todo lo que dicen”. ¡Ah! si tal crees te engañas miserablemente. En cuanto a mí, doy gracias a Dios por haberme llamado a una Religión en donde se hace voto de pobreza, la más estricta y rigurosa, y en donde no se recibe estipendio de Misas. Aún cuando se nos ofrecieran cien escudos por celebrar una sola vez el Santo Sacrificio, no los recibiríamos. Nosotros, al decir Misa, nos conformamos siempre con la intención que tuvo el mismo Jesucristo al ofrecerse al Eterno Padre en sacrificio, sobre el altar sangriento del Calvario. Por consiguiente, si alguno puede hablar con toda claridad y sin temor de que se atribuyan miras interesadas, soy yo que no pienso ni puedo pensar en otra cosa que en el bien de todos. Por lo mismo vuelvo a repetir lo que te dije al principio de este opúsculo: asiste frecuentemente a la Santa Misa; a ello te conjuro en el nombre de Dios; asiste muy frecuentemente y da limosnas para hacer que se celebren en el mayor número posible, y de este modo amontonarás un rico y precioso tesoro de méritos, que te será muy provechoso en este mundo y en la eternidad.

La segunda observación que debo hacerte con relación al ejemplo que acabas de leer, es acerca de la eficacia de la Santa Misa para alcanzarnos todos los bienes y preservarnos de todos los males, especialmente para avivar nuestra confianza en Dios y darnos fuerzas con las cuales vencer todas las tentaciones. Permíteme, pues, que te diga una vez más: ¡A Misa, por favor, a Misa! si quieres triunfar de tus enemigos y ver al infierno humillado a tus pies.

Antes de terminar este opúsculo, creo conveniente decir algunas palabras acerca del ministro que ayuda a Misa. En estos días desempeñan este oficio los niños o personas sencillas, mientras que ni aún las testas coronadas serían dignas de un honor tan singular. SAN BUENAVENTURA dice que el ayudar a Misa es un ministerio angélico, puesto que los muchos Ángeles que asisten al Santo Sacrificio sirven a Dios durante la celebración de este augusto misterio. SANTA MATILDE Vio el alma de un fraile lego más resplandeciente que el sol, porque había tenido la devoción de ayudar a todas las Misas que podía. SANTO Tomás DE AQUINO, brillante antorcha de las escuelas, no apreciaba menos la dicha del que sirve al sacerdote en el altar, puesto que, después de celebrar, nada deseaba tanto como ayudar a Misa. El ilustre canciller de Inglaterra, TOMÁS MORO, tenía sus delicias en el desempeño de tan santo ministerio. Habiéndole reprendido cierto día uno de los grandes del reino, diciéndole que el Rey vería con disgusto que se rebajase hasta el punto de convertirse en monaguillo, Tomás Moro respondió: “No, no, al Rey mi señor no pueden disgustarle los servicios que yo hago al que es Rey de los reyes y Señor de los señores”. ¡Qué motivo de confusión para aquellos cristianos que, aun haciendo alguna vez profesión de piedad, se hacen rogar para ayudar a Misa, mientras que debieran disputar a otros este honor, que envidian los Ángeles del cielo!

 

El tesoro escondido de La Santa Misa – San Leonardo de Porto Maurizio

[1] Eneas Silvio PICCOLOMINI (1405-1464), Papa Pío II (1458-1464): Estadista, diplomático, orador, mecenas y erudito humanista; poeta, historiador, memorialista, pintor, etnógrafo y geógrafo.

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Comentarios 3

  1. Maribel dice:

    Qué hermoso mensaje, justo cuando voy a empezar mi servicio de Ministro Extraordinario de la Comunión.
    A Dios toda la Gloria, no me perderá las misas del día a día.

  2. Jose Luis dice:

    He tratado de asistir todos los días a la Santa Misa y comulgar y cada día aprecio más el inmenso amor de Dios y de Cristo.
    Y siento la Alegría de poder expresar mi amor a Cristo después de comulgar.

  3. Ana Recordon dice:

    Muchas gracias por esta enseñanza tan importante. No hay casualidad y yo me debato en levantarme muy temprano para ira la única misa que dan entre semana donde estoy viviendo. Leer esto me impulsa a obligar a mi cuerpo a esforzarse por un bien inmenso. Dios me conceda esta gracia . Dios los bendiga abundantemente y los santifique cada día más.🙏

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