pero entre los muchos pasajes referentes al Divino Corazón hay uno que, como muy bien se ha dicho, «abre época en la historia de la devoción (al Sagrado Corazón)» [3] y del cual hicieron mención con estima los Padres del Concilio Vaticano en su mensaje a Pío IX, pidiendo la consagración de la Iglesia al Corazón de Jesús.
Como más adelante la primera gran revelación a Santa Margarita, tuvo ésta lugar un día de San Juan Evangelista a la hora de Maitines. «Estando ella ocupada toda entera en su devoción, según costumbre, el discípulo a quien Jesús tanto amaba, y que por ello debe ser amado de todo el mundo, se le apareció y la colmó de mil pruebas de amistad… Ella le dijo: «¿Y qué gracia podría obtener yo, pecadora, en vuestra dulce fiesta? Respondió: ven conmigo; tú eres la elegida de mi Señor; reposemos juntos sobre su dulce pecho, en el cual están escondidos los tesoros de toda bienaventuranza». Y llevándola consigo, la condujo cerca de nuestro tierno Salvador y la colocó a la derecha, y él se retiró para situarse a la izquierda. Y estando descansando los dos suavemente sobre el pecho del Señor Jesús, el bienaventurado Juan, tocando con su dedo con respetuosa ternura el pecho del Señor, dijo: «He aquí el Sancta Sanctorum que atrae a sí todo el bien del cielo y de la tierra». San Juan le explicó en seguida por qué la había colocado a la derecha, del lado de la llaga, [4] en tanto que él había tomado la izquierda: «Hecho un espíritu con Dios, yo puedo penetrar sutilmente a donde la carne no podrá llegar. Yo, pues, he escogido el lado cerrado; pues tú, viviendo la vida terrestre, no podrás, como yo, penetrar en lo interior… Yo, pues, te he colocado junto a la abertura del Corazón divino, a fin de que puedas sacar de El más a tu gusto la dulzura y la consolación que, en su manar continuo y como a borbollones, el amor divino derrama con impetuosidad sobre todos aquellos que le desean».
Como ella experimentase un gozo inefable con las santísimas pulsaciones que hacían latir sin interrupción al Corazón Divino, dijo a San Juan: «Y vos, amado de Dios, ¿no experimentasteis el encanto de estos dulces latidos, que tienen para mí en este momento tanta dulzura, cuando estuvisteis recostado en la Cena sobre este pecho bendito?» El respondió: «Confieso que lo experimenté y lo volví a experimentar, y su suavidad penetró mi alma como el azucarado aguamiel impregna de su dulzura un bocado de pan tierno; además, mi alma quedó asimismo caldeada, a la manera de una marmita bullente puesta sobre ardiente fuego». Ella replicó: «¿Por qué, pues, habéis guardado acerca de esto tan absoluto silencio, que no dijeseis nunca en vuestros escritos algo, por poco que fuese, que lo dejase traslucir al menos para provecho de las almas?» Contestó: «Mi misión era presentar a la Iglesia en su primera edad una sola palabra acerca del Verbo increado de Dios Padre, que bastase hasta el fin del mundo para satisfacer la inteligencia de toda la raza humana sin que nadie, sin embargo, llegase nunca a entenderla en toda su plenitud. Pero publicar la suavidad de estos latidos estaba reservado para los tiempos modernos, a fin de que al escuchar tales cosas el mundo, ya senescente y entorpecido en el amor de Dios, se torne otra vez a calentar. «Eloquentia autem suavitatis pulsuum istorurn reservata est moderno tempori, ut ex talium audiencia recalescat iam senescens et amore Dei torpescens mundus» [5]
Reenfervorizar al mundo
Muchas ideas aparecen en este pasaje, pero la más importante para el fin de nuestra obra es aquella expresada en las últimas palabras, en que se explican los designios de Dios en ¡a revelación a los hombres de la devoción al Corazón de Jesús. Los planes e intentos de Nuestro Señor son, pues, que el mundo senescens, que ya en tiempo de Santa Gertrudis comenzaba a envejecer; el mundo, que iba perdiendo el entusiasmo y el brío propios de la juventud; el mundo, amore Dei torpescens, pesado, frío en el amor de Dios y de las cosas divinas, recalescat, volviese a recobrar el calor, la fuerza y la juventud; pues ambas ideas de rejuvenecimiento y ardor expresa en el contexto la palabra «recalescat», ya que es contraposición del envejecimiento y pesada frialdad del primer miembro.
Y es de notar que dice recalescat, tornar a recobrar el calor, es decir, un calor que tuvo antes y que después ha perdido; de donde se ve, que en esta revelación se trata directamente sólo del mundo cristiano, porque el mundo gentil siempre ha estado a cero grados, y así mal podría recuperar calor que nunca ha tenido.
Y ¿qué ardor es éste que tuvo un día el pueblo cristiano y que la devoción al Corazón de Jesús le ha de hacer recuperar? Ya se ve que éste no puede ser otro que aquél de la primitiva Iglesia, como las mismas palabras lo insinúan bastantemente al hablar de un ardor o fuego contrapuestos a la frialdad lenta y torpe de la vejez, es decir, el calor brioso y activo, propio de la juventud. Así que la devoción al Divino Corazón viene por de pronto a reproducir en los católicos los fervores de los primitivos fieles: aquel amor y cariño a la Persona de Cristo, propio de la edad primera, en que todavía estaba fresca la memoria de la mansedumbre y bondad encantadoras del Dios-Hombre, que arrastraban en pos de sí las sencillas muchedumbres; aquella devoción a la Eucaristía, que llevaba a todos los fieles a la comunión diaria; aquel desprecio de las cosas de la tierra y caridad con el prójimo, que les hacía vender sus fincas y depositar el precio a los pies de los apóstoles para subvenir a las necesidades de todos; aquel amor a la oración, que les dulcificaba el pasarse largas horas del día y de la noche unidos en plegarias y lectura de las Santas Escrituras, como lo atestiguan aun los documentos paganos, y son todavía prueba de ello los documentos litúrgicos; aquel fervor apostólico, que hacía de cada cristiano un misionero ferviente, como lo dan a entender muchos lugares de la Sagrada Escritura, y a lo que se debió en gran parte la rápida difusión del cristianismo; y, en fin, aquella bizarría intrépida en dar la cara por Cristo aun a costa de la sangre, que ha proporcionado al cristianismo la gran era gloriosísima de mártires.
Para renovar aquellos tiempos fervientes y sacar al mundo cristiano de esa languidez senil, materialista y sensual, que debiera causar náuseas si no fuera por aquello de que: ab assuetis non fit passio, para eso ha venido al mundo, según la gran vidente de Helfta, la devoción admirable del Corazón de Jesús. Y ya en la misma revelación de San Juan tenemos una especie de misteriosa comprobación de esta promesa que, si la generalizamos, nos dará el resultado que las últimas palabras de Santa Gertrudis indican. En efecto, el conocimiento de las pulsaciones del Corazón de Jesús produjeron, así en Santa Gertrudis como en San Juan Evangelista, dos efectos; primero: una gran suavidad: «y su suavidad penetró mi alma, como un azucarado aguamiel impregna con su dulzura un bocado de pan tierno»; segundo: un ardoroso incendio de amor divino: «además mi alma quedó asimismo caldeada, como una marmita bullente puesta sobre ardiente fuego». Suponía Santa Gertrudis que estos mismos efectos se habrían seguido en las almas, si el Evangelista hubiese descubierto los latidos amorosos del Corazón de Jesús, o como si dijésemos, los misterios de esta santa devoción; como San Juan la confirma en esta opinión, se sigue que los frutos que este culto había de producir en aquellos que lo abrazasen de veras, serían grande ardor de caridad, y suavidad que impregnase toda la vida cristiana.
Supóngase difundida y abrazada esta devoción por. el mundo en general, y tendremos el retorno a aquel fervor ardoroso de la primitiva Iglesia.
Vamos a terminar este punto con la oración de uno de los oficios locales del Corazón de Jesús, que respira parecidos sentimientos:
«¡Oh Jesús, restaurador del universo!, ved aquí que ha llegado aquel desdichado tiempo en que abundó la iniquidad y se enfrió el amor. ¡Ea! Señor, por el culto de tu Corazón, que, en estos miserables tiempos, te has dignado revelar como remedio de tantos males, instaura y renueva nuestros corazones; haz que vuelvan los dorados siglos de la caridad primitiva; crea una tierra nueva; renuévalo todo, a fin de que, con el nuevo incendio de caridad que arde en tu Corazón, la vejez de los crímenes se borre, y ardan nuestros corazones en tu amor» [6]
Conciben, pues, la devoción al Corazón de Jesús como un sol esplendoroso que, al brillar en el invierno de la frialdad del mundo, comienza a vivificar las plantas, a calentar los gérmenes sepultados en el seno de la tierra y a efectuar en el individuo y en la sociedad una especie de rejuvenecimiento primaveral del espíritu.