Para examinarnos con sinceridad… – Mons. Fulton J. Sheen

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El hombre puede creer que se eleva sobre sus semejantes y sentirse superior a ellos en dos formas: por su sabiduría o por su poder, es decir, alabándose de lo que conoce, o usando dinero e influencia para alcanzar la supremacía. Tales formas de conducta siempre nacen del orgullo.

El orgullo de la primera clase, que es el orgullo intelectual, cambia de expresión según la moda de la época. En ciertos períodos de la Historia (cuando los ídolos públicos eran los hombres cultos y estimados por su intelectualidad) los soberbios pretendían poseer vastos conocimientos que realmente no eran suyos. Eran comunes los defraudadores intelectuales. Los que siempre desean parecer más que ser, pueden ser aplaudidos en su tiempo, fingiendo una intelectualidad que no les corresponde.

Esos defraudadores intelectuales son menos comunes hoy, porque nuestra sociedad no recompensa a los cultos con suficiente publicidad ni esplendor. Por ello, los mentecatos imitadores no ganan nada con fingirse intelectuales. Quedan trazas de esos elementos antiguos en ciertos círculos intelectuales donde se pregunta si uno ha leído tal libro o tal otro como prueba de si uno está culturalmente bien situado.

Hoy la forma más común del orgullo intelectual es negativa. El orgulloso no se exalta a sí mismo, pero procura humillar a los otros y así cumple al fin el mismo objetivo, que es el de encontrarse superior a sus compañeros. El cínico y el burlón constituyen ejemplos comunes del orgullo moderno. No fingen compartir la sabiduría de los cultos y se limitan a decirnos que lo que los sabios saben es falso, que las grandes disciplinas de la mente son un compuesto de absurdos pasados de moda, y que nada vale aprenderse porque todo es anticuado. El ignorante, al jactarse de su ignorancia, procura hacerse pasar por superior a los que saben más que él y da por hecho que conoce lo que ellos no, añadiendo que el estudio sólo sirve para perder el tiempo.

El ególatra de este tipo, que desprecia la ajena sabiduría, incurre en tanta culpa de orgullo como el seudo-intelectual a la antigua, que fingía una sabiduría que no se ha molestado en adquirir.

Los dos errores, el viejo y el nuevo, serían más raros si la educación insistiera más, que lo hace, en la receptividad. El niño se humilla ante los hechos y se sume en admiración de lo que ve. El maduro, muy a menudo, pregunta acerca de todo: «¿usaré esto para extender mi ego, para distinguirme entre todos y para hacer que la gente me admire más? » La ambición de usar el conocimiento para nuestros fines egoístas elimina la humildad necesaria en nosotros antes de aprender nada.

La soberbia intelectual destruye nuestra cultura y coloca una nube de egolatría ante nuestros ojos, lo que nos impide gozar de la vida que nos rodea. Cuando estamos ocupados en nosotros mismos no prestamos plena atención a las cosas o personas que cruzan nuestro camino, por lo cual no conseguimos en ninguna experiencia el regocijo que os pudiera dar. El niño pequeño sabe que lo es y acepta el hecho sin fingir ser grande, por lo que su mundo es un mundo de maravilla. Para todo chiquillo pequeño, su padre es un gigante.

La capacidad de maravillarse ha sido extinguida en muchas universidades. El hombre empieza interesándose en si es el primero o el último de la clase, o en si figura entre los medianos y pretende elevarse o no. Ese interés en si propio y en la calibración moral que tiene, envenena la vida de los orgullosos, porque pensar demasiado en uno mismo es siempre una forma de la soberbia.

El deseo de aprender, de cambiar y de crecer es una cualidad propia de quien se olvida a sí mismo y es realmente humilde.

El orgullo y el exhibicionismo nos imposibilitan el aprender, y hasta nos impiden enseñar lo que sabemos. Sólo el ánimo que se humilla ante la verdad desea transmitir su sabiduría a otras mentalidades. El mundo nunca ha conocido educador más humilde que Dios mismo, que enseñaba con parábolas sencillas y ejemplos comunes que se referían a ovejas, cabras y lirios del campo, sin olvidar los remiendos de las ropas gastadas, ni el vino de las botas nuevas.

El orgullo es como un perro guardián de la mente, que aleja la prudencia y la alegría de la vida. El orgullo puede reducir todo el vasto universo a la dimensión de un solo yo restringido a sí mismo y que no desea expandirse.

 

Fulton J. Sheen,
Paz interior.

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Comentarios 3

  1. Diana Peregrina Carrizo dice:

    Impecable , gracias por tanta ayuda.

  2. s orlando medina dice:

    Muchas gracias por este magnífico mensaje.

  3. Ericka Daniela Vázquez Briceño dice:

    Aprendí a conocer a Mons Fulton Sheen a través de los E.E. de la mano de otro grande!! padre Gustavo Lombardo
    Muchas gracias!! Bendiciones 🙏❤️

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