Aquel mismo domingo de pascua nuestro Señor se apareció a dos de sus discípulos que se dirigían a un pueblo llamado Emaús, a breve distancia de Jerusalén. No hacía mucho que habían tenido grandes esperanzas en lo que Jesús les había prometido, pero las tinieblas del viernes santo y la escena de la sepultura del Maestro les habían hecho perder toda su alegría. En el pensamiento de todos, nada estaba tan presente aquel día como la persona de Cristo. Mientras se hallaban conversando con ánimo triste y angustiado acerca de los horribles hechos acaecidos durante los dos días precedentes, un forastero se les acercó. Sin embargo, los discípulos no se fijaron bien en él y no reconocieron que se trataba del Salvador resucitado; creyeron que era un-viandante cualquiera. Al fin resultó que lo que cegaba sus ojos era su incredulidad; si le hubieran estado esperando, le habrían reconocido. Puesto que se interesaban por Él, Él se dignaba aparecérseles; pero, puesto que dudaban de su resurrección, les ocultaba el gozo de reconocer su presencia. Ahora que su cuerpo era glorificado, lo que los hombres veían de Él dependía de lo que Él estuviera dispuesto a revelar, y también de la disposición de los corazones de ellos. Aunque no conocían que aquel hombre era el Señor, se mostraron, sin embargo, dispuestos a trabar conversación con Él acerca del Maestro. Después de oírles discutir un buen rato, el forastero les preguntó:
¿Qué palabras son estas que os decís el uno al otro, mientras camináis? Lc 24,17
Ellos se detuvieron entristecidos. Era evidente que la causa de su tristeza era verse privados del Maestro. Habían estado con Jesús, habían visto cómo le prendían, le insultaban, le crucificaban, le daban muerte y le sepultaban. El corazón de una mujer se siente dolorosamente afligido por la pérdida del hombre amado; pero los hombres sienten generalmente turbada la mente más que el corazón en casos semejantes; el dolor que ellos sentían era el de una carrera que había sido truncada.
El Salvador, con su infinita sabiduría, no empezó diciendo: «Ya sé por qué estáis tristes». Su táctica era más bien la de lograr que se desahogaran; un corazón dolorido se siente consolado cuando es aliviado el peso que le oprime. Si el corazón de ellos estaba dispuesto a hablar, Él estaba dispuesto a escucharlo. Si le mostraban sus llagas, Él sabría cómo curarlas.
Uno de los dos discípulos, llamado Cleofás, fue el primero en hablar. Expresó su extrañeza ante la ignorancia del forastero, que al parecer no sabía lo ocurrido los últimos días.
¿Eres tú solamente un recién llegado a Jerusalén, que no sabes las cosas ocurridas en ella en estos días? Lc 24, 18
El Señor resucitado le preguntó:
¿Qué cosas? Lc 24, 19
Les llamaba la atención hacia los hechos. Evidentemente, ellos no habían profundizado bastante en los hechos y no podían sacar las conclusiones adecuadas. Para curarlos de su tristeza era preciso que meditaran mejor en las cosas que les preocupaban, que las reflexionaran en todos sus aspectos. De la misma manera que en el caso de la mujer junto al pozo, Jesús no preguntaba con el deseo de recibir información, sino de que se profundizara en el conocimiento de Él mismo. Entonces no sólo Cleofás, sino también su compañero, le refirieron lo que había sucedido. Respondieron:
Las cosas con respecto a Jesús el nazareno, que fue profeta, poderoso en obra y palabra, delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes le entregaron, para que fuese condenado a muerte, y le crucificaron. Mas nosotros esperábamos que fuera aquel que había de redimir a Israel. Empero, y además de todo esto, éste es el tercer día desde que acontecieron estas cosas. Y también ciertas mujeres de los nuestros nos han dejado asombrados, las cuales al amanecer estaban junto al sepulcro; y no hallando su cuerpo se volvieron, diciendo que habían visto una visión de ángeles, los cuales han dicho que Él vive. Y algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron que era cierto como las mujeres habían dicho: mas a Él no le vieron. Lc 24, 19-24
Estos hombres habían esperado grandes cosas, pero Dios, decían ellos, les había contrariado. El hombre se siente contrariado muchas veces debido a que sus esperanzas son fútiles e inconsistentes. Las esperanzas de los hombres tuvieron que ser frustradas por Dios no porque fueran demasiado grandes, sino porque eran poca cosa. La mano que rompía la copa de sus deseos mezquinos les ofrecía un cáliz precioso. Pensaban que habían encontrado al Redentor antes de que fuera crucificado, pero en realidad habían descubierto un Redentor crucificado. Habían esperado un Salvador de Israel, pero no esperaban al mismo tiempo un Salvador de los gentiles. En muchas ocasiones debieron de oírle hablar de que sería crucificado y resucitaría luego, pero la derrota era incompatible con la idea que ellos tenían del Maestro. Podían creer en Él como Maestro, como un Mesías político, como un reformador ético, como un salvador de la patria, uno que los libertara de los romanos, pero no podían creer en la locura de la cruz; tampoco tenían la fe del ladrón crucificado. De ahí que se negaran a considerar la evidencia de lo que les habían contado las mujeres. Ni tan sólo estaban seguros de que las mujeres hubieran visto a un ángel. Probablemente, sólo se había tratado de una aparición. Además, era ya el tercer día y no se le había visto. Y, sin embargo, estaban caminando y conversando con Él.
Parecía haber un doble propósito en la forma de presentarse el Señor después de su resurrección; uno era el de mostrar que el que había muerto había resucitado, y otro era el que, aunque tenía el mismo cuerpo, éste estaba ahora glorificado y no se hallaba sujeto a restricciones de orden físico. Más adelante comería con los discípulos para demostrar lo primero; ahora, de la misma manera que a Magdalena le había prohibido que tocara su cuerpo, hacía resaltar su condición de resucitado.
Ni estos discípulos ni los apóstoles estaban predispuestos a aceptar la resurrección. La evidencia de ella había de abrirse camino por entre las dudas y la resistencia más obstinada de la naturaleza humana. Eran de las personas que más se resistían a dar crédito a tales consejos. Se diría que habían resuelto seguir siendo desgraciados, rehusando investigar la posibilidad de verdad que hubiera en aquel asunto. Negándose a aceptar la evidencia de aquellas mujeres y la confirmación de los que habían ido a comprobar si ellas habían dicho verdad, estos discípulos terminaron por alegar que ellos no habían visto al Señor resucitado.
Entonces el Salvador les dijo:
¡Hombres sin inteligencia, y tardos de corazón para creer todo cuanto han anunciado los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrase en su gloria? Lc 24, 5 s
Se les reprochaba su necedad y obstinación porque, si hubieran examinado lo que los profetas habían dicho acerca del Mesías –de que sería conducido como cordero al sacrificio–, habrían visto confirmada su fe. Credulidad hacia los hombres e incredulidad hacia Dios es la marca de los corazones obstinados; prontitud para creer de un modo especulativo y lentitud para creer de un modo práctico es el distintivo de los corazones indolentes. Entonces vinieron las palabras clave. Nuestro Señor les había dicho anteriormente que Él era el Buen Pastor, que había venido a dar la vida por la redención de muchos; ahora, en su gloria, proclamaba una ley moral según la cual, como consecuencia de los sufrimientos de Jesús, los hombres serían levantados del pecado a la amistad con Dios.
La cruz era la condición de la gloria. El Salvador resucitado habló de una necesidad moral basada en la verdad de que todo cuanto le había sucedido a Él había sido profetizado. Lo que a ellos se les antojaba una ofensa, un escándalo, una derrota, un sucumbir a lo que parecía inevitable, era en realidad un momento de tinieblas que había sido previsto, planeado y profetizado. Aunque a los discípulos les parecía la cruz incompatible con la gloria, para Jesús era la cruz el sendero que conducía precisamente a la gloria. Y si ellos hubieran sabido lo que las Escrituras habían dicho acerca del Mesías, a buen seguro habrían creído en la cruz.
Y comenzando desde Moisés y todos los profetas les iba interpretando en todas las Escrituras las cosas referentes a Él mismo. Lc 24, 27
Les fue mostrando todos los tipos y rituales y todos los ceremoniales que se habían cumplido en Él. Citando a Isaías, les mostró el modo cómo había muerto y cómo había sido crucificado, así como las palabras que había proferido desde la cruz; citando a Daniel, cómo había de ser la montaña que llenaría la tierra; citando el Génesis, cómo la simiente de una mujer aplastaría la serpiente del mal en los corazones humanos; citando a Moisés, cómo Él sería la serpiente de bronce que sería levantada en alto para curar del pecado a los hombres, y cómo su costado sería traspasado y llegaría a ser la roca de la que brotaran las aguas de la regeneración; citando a Isaías, cómo Él mismo sería Emmanuel, o «Dios con nosotros»; citando a Miqueas, cómo había de nacer en Belén; y citando igualmente muchas otras escrituras les fue dando la clave del misterio de la vida de Dios entre los hombres y del propósito de su venida a este mundo.
Por fin llegaron a Emaús. Jesús hizo como si tuviera intención de proseguir su viaje, pero los dos discípulos le rogaron que se quedara con ellos. Los que durante el día tienen buenos pensamientos acerca de Dios no los abandonan tan fácilmente al caer la noche. Habían aprendido mucho, pero reconocían que no lo habían aprendido todo. Todavía no habían reconocido en aquel hombre al Maestro, pero parecía irradiar tal claridad, que prometía guiarlos hacia una revelación más completa y disipar las tinieblas de sus mentes. Aceptó la invitación que ellos le hacían de que se quedase como huésped en su casa, pero al punto obró como si Él fuera el dueño:
Aconteció que, estando sentado a comer con ellos, tomó el pan y lo bendijo; y partiéndolo, se lo dio. Con esto fueron abiertos los ojos de ellos, y le conocieron; y Él se hizo invisible a ellos. Lc 24, 30 s
Este acto de tomar el pan, partirlo y dárselo a ellos no era un acto corriente de cortesía, puesto que se parecía demasiado a la última cena, en la cual invitó a sus apóstoles a que repitieran la conmemoración de su muerte, cuando Él partió el pan, que era su cuerpo, y se lo dio. Inmediatamente después de recibir el pan sacramental que Jesús acababa de partir, a los discípulos se les abrieron los ojos del alma. De la misma manera que a Adán y Eva se les abrieron los suyos para ver su vergüenza después de haber comido el fruto prohibido del conocimiento del bien y del mal, ahora los ojos de los discípulos eran abiertos para que pudieran discernir el cuerpo de Cristo. Esta escena forma paralelismo con la última cena: en ambas hubo acción de gracias, en ambas Jesús levantó los ojos al cielo, en ambas hubo la fracción del pan, y en ambas el dar el pan a los discípulos. Al darle el pan fue infundido a los dos discípulos un conocimiento que les ofrecía una claridad mayor que todas las instrucciones verbales. La fracción del pan les había introducido dentro de la experiencia del Cristo glorificado. Entonces Él desapareció de su vista.
Volviéndose a mirarse uno a otro, reflexionaron:
¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino, y nos abría las Escrituras? Lc 24, 32
La influencia que ejercía en ellos era a la vez afectiva e intelectual: afectiva en el sentido de que hacía arder sus corazones con las llamas del amor; intelectual en cuanto les daba una comprensión de los centenares de pasajes bíblicos en que se predecía su venida. La humanidad tiende en general a creer que todo lo religioso ha de ser algo lo suficientemente sorprendente y poderoso para desbordar la más viva fantasía. Sin embargo, este incidente del camino de Emaús nos revela que las verdades más poderosas del mundo aparecen en incidentes comunes y triviales de la vida, tales como el de encontrar a un compañero por el camino. Cristo veló su presencia en el camino más corriente de la vida. Ellos tuvieron conocimiento de Él a medida que caminaban a su lado; y su conocimiento fue el de la gloria que se alcanza por medio de la derrota. En la vida glorificada de Jesús, lo mismo que en su vida pública, la cruz y la gloria iban siempre juntas. Lo que en la conversación con los dos discípulos se hizo resaltar no fueron las enseñanzas dadas por Jesús, sino que se insistió en sus sufrimientos y en el modo como éstos eran convenientes para su glorificación.
Los discípulos salieron inmediatamente de su casa y regresaron a Jerusalén. De la misma manera que la mujer del pozo dejó junto a éste abandonado su cántaro y corrió, presa de emoción, a comunicar lo que le había acaecido, así también estos dos discípulos se olvidaron de la intención con que habían ido a Emaús y regresaron a la Ciudad Santa. Allí encontraron reunidos a los once apóstoles y, con ellos, a otros seguidores y discípulos. Les refirieron todo cuanto les había ocurrido por el camino y el modo cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
* En «Vida de Cristo». Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.552-558.
Comentarios 1
Maravillosa reflexión del camino de Emmaus es como vivirlo con el corazón ❤ muchas gracias que Dios y la Virgen los bendigan mucho 🙏