¿No es ociosa la vida interior? – Juan Bautista Chautard

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Respuesta a la primera objeción:

Este libro no va dirigido a aquellos ilusos apóstoles que rinden culto al reposo y a la ociosidad, y se engañan con una falsa piedad, dejándose llevar por un egoísmo que no mira más que su tranquilidad y comodidad, y no la salvación de las almas.

Este libro va dirigido a aquellos apóstoles generosos, que por causa de su celo y entrega a los demás, están expuestos a descuidar su propia vida interior, clave de la fecundidad apostólica.

No podemos ni imaginarnos la actividad infinita que existe en el seno de Dios. La vida interior del Padre es tal, que engendra a una persona divina, el Hijo. Y del amor que se tienen el Padre y del Hijo, procede el Espíritu Santo.

Este Espíritu Santo es el que en el día de Pentecostés inflamó el corazón de los apóstoles, cuando estaban reunidos en oración en torno a la Virgen María, en el celo por la salvación de las almas.

Porque estaban en oración, el Espíritu Santo les comunicó esa vida interior, principio de la abnegación y de la actividad de todo apóstol. Pero todo procede de una intensa vida de oración. Nada más falso, por tanto, que confundir la vida de oración con una especie de oasis, donde uno se refugia para pasar tranquilamente la vida.[1]

Existen tres tipos de trabajos: el manual, el intelectual y el espiritual o de la vida interior. Este último, con mucho, es el más gravoso de los tres —siempre que se tome en serio—, y el que procura los mayores consuelos. Es también el más importante, porque perfecciona, no alguna condición del hombre, sino al hombre mismo. Sin embargo, ¡cuántas personas se jactan de los éxitos que logran con los dos primeros, por la fortuna, fama y ventajas que les procuran, mas qué reacias se muestran cuando se trata de trabajar por adquirir las virtudes! En este caso, no manifiestan más que pereza y descuido.

El esfuerzo constante por dominarse a sí mismo, para no hacer otra cosa que lo que agrada a Dios, es el ideal del hombre de vida interior. Unido a Jesucristo en todo momento, tiene siempre en mente el fin que persigue y lo juzga todo a la luz del Evangelio. Así, repite con S. Ignacio: ¿A dónde voy yo? ¿Y a qué? Todas sus facultades, inteligencia, memoria, voluntad, sensibilidad, imaginación y sentidos, se subordinan a este fin. ¡Pero cuánto esfuerzo y violencia tiene que hacerse para conseguirlo! Ya se mortifique o se divierta, ya estudie o actúe, ya trabaje o descanse, tanto si procura el bien como se aparta del mal, en sus alegrías o tristezas, en sus esperanzas o temores, ya esté indignado o tranquilo, siempre y en todas las cosas, mantienen constantemente el timón de su vida orientado en la dirección de la voluntad de Dios.

En la oración, y sobre todo al pie del Sagrario, se aísla completamente de las cosas visibles, para poder tratar con el Dios invisible, como si viera al invisible (Heb 11,27). Y lo procura, por muchos trabajos apostólicos que tenga que realizar. Es el estilo de vida de S. Pablo, y que él tanto admiraba de Moisés.

Ni las adversidades de la vida ni las tempestades levantadas por las pasiones, ni ninguna otra cosa es capaz de desviarlo de esta línea de conducta. Y si en algún momento flaquea, inmediatamente se levanta y reemprende decidido su camino.

¡No hay trabajo comparable a éste! Así se explica que Dios recompense ya en esta vida con consuelos inefables al que no desmaya en esta empresa. Todo lo contrario de una vida ociosa y descansada.

Quien lo ha experimentado, perfectamente lo entenderá. Cuántas veces estaríamos dispuestos a trabajar largas horas en una ocupación fatigosa, en vez de hacer bien media hora de oración, participar activamente en la Santa Misa, o rezar la Liturgia de las Horas. Así lo reconocen muchos apóstoles, lo que más les cuesta, no es precisamente la acción, sino la oración; sienten como un alivio cuando acaba ésta y suena la hora de la acción. ¡Cuánto les cuesta a algunos permanecer durante quince minutos en acción de gracias después de la comunión!

¡Y cuánta repugnancia sienten algunos a entrar en un retiro de tres días! Desprenderse por tres días de la vida que llevan, tan llena de ocupaciones, para dedicarse únicamente a lo sobrenatural, para vivir a la sola luz de la fe, olvidando todo para no tener presente más que a Jesús; permanecer a solas con uno mismo, darse cuenta de las propias enfermedades y debilidades del alma; hacer un profundo examen de la vida… tal perspectiva es la que hace retroceder a muchos, dispuestos por otra parte a soportar toda clase de fatigas cuando se trata de una actividad puramente natural.

Y si sólo estos tres días de semejante ocupación les parecen tan penosos, ¿qué sentirían si tuviesen que dedicar toda su vida entera a la oración y contemplación?

Verdad es que en este trabajo de la vida interior la gracia contribuye a hacernos el yugo suave y la carga ligera. Pero, ¡cómo tiene que trabajar y esforzarse el alma! ¡Cuánto le cuesta poner en práctica las palabras del Apóstol: Nuestra morada está en los cielos! (Filp. 3,20). Es que «el hombre— como dice Santo Tomás— está situado entre las cosas de este mundo y los bienes espirituales, en los que se encuentra la felicidad eterna. Cuando más se apega a los unos, más se aleja de los otros». Conforme más asciende en unos, como en una balanza, más desciende en los otros.

El pecado original ha trastocado de tal manera nuestra alma, que nos cuesta enorme trabajo este doble movimiento de atracción y repulsión. De ahí que para restablecer el orden y equilibrio del hombre, se requiera gran sacrificio y esfuerzo. Hay que reconstruir todo un edificio derrumbado y de preservarlo de posteriores derrumbes.

Hay que arrancar y apartar constantemente los pensamientos mundanos mediante la vigilancia, la renuncia y la mortificación; hay que reformar el propio carácter y seguir el ejemplo de Cristo, hay que luchar contra la disipación, la ira, la vanidad, el orgullo, la dureza de corazón, el egoísmo, etc. Es toda una naturaleza corrompida que hay que purificar.

Hay que resistir a los incentivos inmediatos del placer, esperando una felicidad eterna, a la que todavía no hemos llegado. Hay que desprenderse de todo lo que nos resulta apetecible sobre la tierra; sacrificar los deseos terrenos, las codicias, concupiscencias, los bienes exteriores, la voluntad propia, los criterios personales… por los bienes eternos, ¡qué trabajo más colosal!

Y, sin embargo, todo esto no es sino la parte negativa de la vida interior, la lucha cuerpo a cuerpo que hacía gemir a San Pablo (Rom 7, 22-24) y que el P. Ravignan expresaba con estas palabras: «Me preguntáis que he hecho en el noviciado. Se lo voy a decir: Éramos dos, he arrojado al otro por la ventana y me he quedado solo».

Tras este combate sin tregua contra un enemigo siempre dispuesto a atacar, viene la parte positiva: reparar los ultrajes hechos al Señor, aficionar el propio corazón a las bellezas invisibles de las virtudes, imitar en todo a Jesucristo, esforzarse por vivir siempre confiando en la Providencia… Es todo un vasto trabajo el que se presenta a nuestros ojos.

Trabajo espiritual, aplicado y constante, mediante el cual el alma adquiere una facilidad maravillosa y una asombrosa rapidez para ejecutar cualquier trabajo apostólico. Únicamente el hombre de vida interior posee este secreto.[2]

Nos llenan de asombro las innumerables obras llevadas a cabo por S. Agustín, S. Juan Crisóstomo, S. Bernardo, S. Tomás de Aquino, S. Vicente de Paúl… Pero lo que más nos maravilla de estos hombres es constatar el que, en medio de tantos trabajos, se mantenían en una continua unión con Dios. Porque bebían, por medio de la contemplación y de la oración, del manantial de la Vida, obtenían estos santos las energías que necesitaban para el trabajo.

Esto mismo venía a decir un gran Obispo, cargado de trabajos, a un político que, ocupadísimo también, le preguntaba por el secreto de su inalterable serenidad y de los excelentes resultados de sus obras: «A todas vuestras ocupaciones, añadid, amigo mío, media hora de meditación. Resolveréis fácilmente vuestros asuntos y aún podréis asumir otros nuevos».

Otro ejemplo lo tenemos en S. Luis IX, rey de Francia, quien sacaba de las largas horas que dedicaba a la vida espiritual, la fuerza que necesitaba para atender con magníficos resultados los asuntos de Estado, sobre todo en lo tocante al bien de sus súbditos, especialmente de los obreros y gente humilde.

 

El alma de todo apostolado -Juan Bautista Chautard

 

1.El cristiano es santo por participar de la única santidad de Dios, que es amor. El amor en Dios es siempre comunión, no sólo en su vida íntima, sino también en sus relaciones con las criaturas. Dios manifiesta y comunica su amor a los hombres dándoles parte den su vida e invitándolos a la comunión con él. A medida que el cristiano se abre a la efusión del amor divino y vive en comunión con Dios, queda envuelto en el dinamismo de ese amor y, por tanto, es movido a transmitirlo a los hermanos, para que también ellos estén «en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1,3). (Intimidad Divina, P. Grabiel de Sta. M. Magdalena OCD).

2.La actividad del cristiano debe ser iluminada y dirigida por el Espíritu Santo. Hay que esforzarse por practicar día a día los buenos propósitos formulados en la oración. Es un magnífico empeño, pero que con frecuencia se reduce a un trabajo prevalentemente «moral» y demasiado poco «teologal». En otras palabras, se procura corregir los defectos y ejercitar las virtudes con intención de agradar a Dios, pero quedándose en la práctica como desconectados de Dios. El cristiano entonces trabaja solo, olvidado de que en él hay quien podría no sólo ayudarlo, sino trabajar mucho mejor que él. No debe, es cierto, descuidar su trabajo, pero lo debe realizar de un modo más interior, más teologal, o sea más dependiente de Dios y de la acción del Espíritu Santo. En lugar de poner la mira directamente en un defecto o en una virtud, sacaría más provecho poniéndola en depender continuamente del Maestro Interior y pasando a la acción después de haber escuchado su voz íntima y silenciosa. En suma, se trata de obrar en todas las cosas adaptándose al impulso interior de la gracia y a la inspiración del Espíritu Santo; se trata de ceder y confiar la marcha de la vida interior a la dirección del divino Paráclito. (Intimidad Divina, P. Gabriel de Sta. M. Magdalena OCD).

 

 

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