Y, hablando de la vida presente, es cierto que quien con más paciencia sufre, disfruta también de mayor paz. San Felipe Neri acostumbraba decir que en este mundo no hay purgatorio, sino tan sólo cielo o infierno; quien soporta pacientemente las tribulaciones, disfruta ya del cielo, y quien las rehúye, padece ya un infierno anticipado. Sí, porque, como escribe Santa Teresa, quien abraza las cruces que Dios le manda, no las siente. Hallándose San Francisco de Sales, en cierta ocasión, asediado de tribulaciones, dijo: «Desde hace algún tiempo, las adversidades y secretas contradicciones que experimento me proporcionan tan suave y dulce tranquilidad, que no tiene igual, y son presagio de la próxima y estable unión del alma con Dios, la cual en toda verdad es la única ambición y el único anhelo de mi corazón. ¡Cuán cierto es que la paz no puede hallarse donde se vive vida desconcertada, sino donde se vive vida de unión con Dios y con su santísima voluntad!». Cierto religioso misionero de Indias, asistiendo a un condenado que se hallaba en el patíbulo, le oyó decir: «Sepa, Padre, que fui de su Orden; mientras observé fielmente las Reglas, viví contento; mas cuando empecé a relajarme, en el mismo punto sentí pena y trabajo en todo, de tal manera, que, abandonando la religión, di rienda suelta a los vicios, que, por fin, me trajeron al estado miserable en que me ve. Le digo esto –añadió– para que mi ejemplo pueda servir de escarmiento a otros». El Venerable Luis de la Puente decía que para disfrutar de paz había que tomar las cosas dulces de la vida como amargas, y las amargas, como dulces. Sí, porque lo dulce, aun cuando agrade a los sentidos, deja, sin embargo, un amargo remordimiento de conciencia, por la complacencia desordenada que en ello se tiene, al paso que lo amargo, aceptado pacientemente, como venido de la mano de Dios, se torna suave y querido a las almas que le aman. Persuadámonos de que en este valle de lágrimas no es posible que goce verdadera paz de corazón sino quien sobrelleva los padecimientos y se abraza gustoso con ellos para agradar a Dios; que tal es la herencia y estado de corrupción que nos legó el pecado original. La condición de los justos en la tierra es padecer amando, al paso que la de los santos en el cielo es gozar amando. Cierto día escribió el P. Pablo Séñeri, el joven, a una de sus penitentes, para animarla a padecer, que escribiese a los pies del Crucifijo estas palabras: «Así se ama». No es tanto el padecer, cuanto la voluntad de padecer por amor de Jesucristo, la más cierta señal para ver si un alma le ama.
«¿Y qué más ganancia –decía Santa Teresa– que tener algún testimonio de que contentamos a Dios?». Pero, ¡ay!, que la mayoría de los hombres desmayan con sólo oír el nombre de cruz, de humillación y de penalidades. Con todo, no faltan almas amantes que cifran todo su contento en padecer y andan como inconsolables cuando les faltan trabajos. «Sólo mirar a Jesús crucificado –decía cierta persona edificante– me infunde tal amor a la cruz, que se me hace no podría ser feliz sin padecimientos; el amor de Jesucristo me basta para todo». Éste es el consejo que Jesús da a quien lo quiere seguir, tomar la cruz y seguirlo: Tome a cuestas su cruz… y sígame [1].
Pero hay que tomarla y seguirlo, no a la fuerza y con repugnancia, sino con humildad, paciencia y amor.
¡Qué gusto proporcionan a Dios quienes humilde y pacientemente se abrazan con las cruces que les envía! Decía San Ignacio de Loyola que no hay leña tan a propósito para encender y conservar el fuego del amor de Dios como el madero de la cruz, es decir, el amarlo en medio de los sufrimientos. Cierto día, Santa Gertrudis preguntó al Señor qué sería lo que pudiera ofrecerle más de su agrado, y Él le respondió: «Hija mía, con lo que más me agradarías sería con sufrir pacientemente cuantas tribulaciones te presentara». Por eso decía la gran sierva de Dios sor Victoria Angelini que más vale un día clavado en cruz que cien años de ejercicios espirituales. Y San Juan de Ávila añadía: «Más vale en las adversidades un gracias a Dios que seis mil gracias de bendiciones en la prosperidad». Y, con todo, los hombres desconocen el valor del padecer por Dios, Decía la Beata Ángela de Foligno que, si conociéramos el mérito de padecer por Dios, robaríamos las ocasiones del padecimiento. De ahí que Santa María Magdalena de Pazzi, conocedora del valor del sufrimiento, deseaba que se prolongase su vida, más bien que ir luego a disfrutar del cielo; porque en el cielo no se puede padecer, decía.
El alma amante de Dios sólo ansía unírsele por completo, mas para alcanzar unión tan perfecta, oigamos lo que decía Santa Catalina de Génova: «Para llegar a la unión con Dios, son necesarias adversidades, porque Dios, por medio de ellas, destruye todos los desordenados movimientos de nuestra alma y de nuestros sentidos. Y, por esto, injurias, desprecios, enfermedades, pérdidas de parientes y de amigos, humillaciones, tentaciones y demás contrariedades, nos son sumamente necesarias, para que, batallando y de victoria en victoria, lleguemos a extinguir en nosotros las perversas inclinaciones y no las sintamos más. Y no basta que cesen las adversidades de parecernos desagradables, pues mientras que el amor divino no nos las torne amables, no llegaremos a la divina unión».
De donde resulta que el alma que anhele ser toda de Dios, como escribe San Juan de la Cruz, ha de buscar no el gozo, sino el padecimiento en todas las cosas: «Porque buscarse a sí en Dios es buscar los regalos y recreaciones de Dios; mas buscar a Dios en sí es no sólo querer carecer de eso y de esotro por Dios, sino inclinarse a escoger por Cristo todo lo más desabrido, ahora de Dios, ahora del mundo, y esto es amor de Dios»; y así ha de abrazar ávidamente todas las mortificaciones voluntarias, y con mayor avidez aún y amor las involuntarias, porque éstas son más queridas de Dios. Salomón dijo: Mejor es el sufrido que un héroe [2]. Sin duda que agrada a Dios quien se mortifica con ayunos, cilicios y disciplinas, porque mortificándose da pruebas de varonil entereza; pero mucho más agradable es a Dios holgarse en los trabajos y sufrir pacientemente las cruces que Él nos manda. San Francisco de Sales decía: «Las tribulaciones que nos vienen de la mano de Dios o de los hombres, son siempre más preciosas que las que son hijas de la propia voluntad, porque es ley general que donde menos lugar tiene nuestra voluntad, más contento hay para Dios y provecho para nuestras almas». En igual sentido abundaba Santa Teresa: «Y deja casi aniquilada aquella pena con el gozo que le da ver que le ha puesto el Señor en las manos cosa que en un día podrá ganar más delante de Su Majestad, de mercedes y favores perpetuos, que pudiera ser ganara él en diez años por trabajos que quisiera tomar por sí»; razón por la cual afirmaba Santa María Magdalena de Pazzi no haber cosa en el mundo, por acerba que fuese, que no la sufriera alegremente, pensando que procede de la divina mano.
Y así fue, porque, en los no pequeños trabajos que hubo de sufrir en un lustro, le bastaba traer a la memoria ser voluntad de Dios, para recobrar la paz y la tranquilidad. ¡Ah!, que para conquistar a Dios, inestimable tesoro, todo es nada o de ningún valor. Del P. Hipólito Durazzo es la siguiente sentencia: «Cueste Dios lo que costare, jamás nos costará muy caro».
Roguemos, pues, al Señor que nos halle dignos de amarlo; que, si le amamos perfectamente, todos los bienes terrenos se nos harán humo y lodo, al paso que las ignominias se tornarán en suavísimos deleites. Oigamos lo que dice San Juan Crisóstomo del alma que se entrega completamente a Dios: «Luego que se ha llegado al perfecto amor de Dios, se vive como solo en la tierra y, ni se para en glorias o en ignominias: se desprecian tentaciones y trabajos y se pierde el gusto y apetito de las cosas terrenas. No encontrando ayuda ni reposo en cosas del mundo, corre el alma sin tregua ni descanso tras del amado sin que haya estorbo que la detenga, porque ya trabaje, coma, vele, duerma, en cuanto haga o diga, cifra su ideal y afanes en la búsqueda del amado; que en él está su corazón por estar en él su tesoro».
En este capítulo hemos hablado de la paciencia en general; en el decimoquinto trataremos en especial de las ocasiones en que habremos de ejercitarla.
Afectos y súplicas
Querido Jesús mío y tesoro mío, por las ofensas que os hice no merezco disfrutar de vuestro amor, mas por vuestros merecimientos os ruego me hagáis digno de él. Os amo sobre todas las cosas y me arrepiento de todo corazón por haberos despreciado en lo pasado y arrojado del alma. Ahora os amo más que a mí mismo, os amo con todo mi corazón, ¡oh bien infinito!, os amo, os amo, os amo y nada más deseo que amaros perfectamente. Una sola cosa temo, y es verme privado de vuestro amor.
Enamorado Redentor mío, dadme a conocer el sumo bien que sois y el amor que me profesasteis para obligarme a amaros. Dios mío, no permitáis que viva ingrato a tanta bondad vuestra. Sobrado os he ofendido; no quiero ya separarme de vos; quiero emplear cuantos años me restaren de vida en amaros y complaceros. Socorredme, Jesús mío y amor mío; ayudad a un pecador que anhela amaros y entregarse completamente a vos. ¡Oh María, esperanza mía!, vuestro Hijo atiende a vuestras súplicas: rogadle por mí y alcanzadme la gracia de amarlo perfectamente.
Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo V
[1] Tollat crucem suam… et sequatur me (Lc., IX, 23).
[2] Melior ese patiens viro forti (Prov., XVI, 32).