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La gente se apretujaba porque quería ver los milagros que habían oído que Jesús hacía. Pero no para dar gloria a Dios sino porque buscaban algo maravilloso para recién creer lo que Jesús decía.

Es decir, buscaban, no a Jesús, sino a las señales que ellos querían para recién creer en Jesús.

Al menos dos pasajes de San Juan atestiguan esto:  Jn 6,30: “Le dijeron: -¿Y qué signo haces tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú?”. ¡Y esto lo decían justo después de haber comido un pan milagrosamente multiplicado! Es una prueba de que no les bastaba las señales que Dios les mandaba. Así dice Jn 12,37: “Aunque había hecho Jesús tantos signos delante de ellos, no creían en él”. No tenían fe.

No querían creer lo que Jesús les revelaba.

1. ¿Qué es la fe?

Entender qué es la fe nos ayudará a no caer en una artimaña clásica del demonio: hacernos creer que no creemos. El demonio nos tienta contra la fe, poniéndonos sentimientos escrupulosos pensando que no creemos en lo que deberíamos creer. Por ejemplo, en su Providencia, la presencia real en la Eucaristía, etc.

Santo Tomás explica que “la fe es el hábito de la mente por el que se inicia en nosotros la vida eterna, haciendo asentir al entendimiento a cosas que no ve” (II-II,4,1) En otras palabras, la virtud de la fe hace que mi inteligencia quiera asentir, o sea, quiera decir que es verdad, algo que en realidad no estoy viendo. Es decir, la fe te hace querer (con la voluntad) creer (con el entendimiento) en aquello que no ves.

Por eso explica también que para que un acto humano sea perfecto necesita del entendimiento y de la voluntad. Y ya que la fe debe ser perfecta, necesita querer-creer aquello que no vemos.

2. ¿Por qué no creemos?

Pensamos que no creemos porque no sentimos la seguridad humana que esperamos. Ni en cuanto a la visión, ni en cuanto al entendimiento, ni a la voluntad, que muchas veces confundimos con “sentimiento”.

En realidad, ya estás creyendo más de lo que imaginas cuando quieres creer aquello en lo que aún tienes dudas. Gritemos como el papá del evangelio que buscaba la liberación de su niño (Mc 9,24): Entonces, el padre del niño se puso a gritar: «¡Creo! ¡Ven en ayuda de mi falta de fe!», “ Credo; adiuva incredulitatem meam ”.

3. ¿Qué necesitamos para creer?[1]

Antes que nada hay que aclarar que la fe es un don de Dios. Nosotros podemos disponernos para recibirla, pero no es que la merecemos luego de completar un checklist.

Inteligencia: conocer más las verdades de fe a las que debemos adherirnos. Sobre todo la Providencia, Misericordia, oración y eucaristía.

Voluntad: hacer actos de fe continuos pidiendo el aumento de fe. Visitas al Santísimo, actos de presencia de Dios, prepararse devotamente para la Misa, rezar el breviario con reverencia.

Humildad: Creer menos en nosotros mismos y querer creer más en Él.

4. La consecuencia de creer es abandonarnos en Él

El querer creer en lo que Dios nos ha revelado nos ayuda a vivir DE la fe. Y eso es necesario para poder abandonarnos a Él. El santo abandono es un acto supremo de confianza en Dios, sobre todo en su providencia y en su amor misericordioso.  Repitamos siempre, “creo Señor, pero aumenta mi fe”.


Notas:

[1] Pero, si se considera la fe según su participación en el sujeto (fe subjetiva), puede acontecer de dos modos. Porque el acto de fe procede del entendimiento (es el que asiente a las verdades reveladas) y de la voluntad (que es la que, movida por Dios y por la libertad del hombre, impone ese asentimiento a la inteligencia). En este sentido puede la fe ser mayor en uno que en otro; por parte del entendimiento, por la mayor certera firmeza (en ese asentimiento), y por parte de la voluntad, por la mayor prontitud, devoción o confianza (con que impera a la inteligencia aquel asentimiento). (Royo Marín, Teología Moral para seglares, p. 291)

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