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La liturgia del domingo pasado nos invitaba a la alegrarnos en el Señor ¡¿y cómo no hacerlo?!… a pocos días de la Navidad, es casi una obligación; en realidad es más obligación que en otros momentos, porque la obligación de alegrarnos la tenemos siempre: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres» (Fil 4,4).

En la homilía leí una anécdota que, como me la pidieron en dos oportunidades, me pareció que podría también gustarles y, sobre todo, serles de provecho. La solía usar nada más y nada menos que San Alfonso María de Ligorio en sus prédicas.

Pero antes les comparto una breve reflexión de quien hizo del «contento, Señor, contento» una especie de lema de vida:

«Y así, contentos, siempre contentos. La Iglesia, los hogares cristianos, centros de alegría; un cristiano siempre alegre, ¡que el santo triste es un triste santo! Con el paréntesis de la risa franca, con esa paz que, como decía alguien del Papa Pío XII, le baja de los ojos, toma la boca, infunde paz y serenidad… Es tal vez el único gran gobernante que parece profundamente alegre.

Jaculatorias del fondo del alma, contento, Señor, contento. Y para estarlo, decirle a Dios siempre: “Sí, Padre”.

Jaculatorias del fondo del alma, contento, Señor, contento. Y para estarlo, decirle a Dios siempre: “Sí, Padre”.

El que hace la voluntad de Dios ama a Dios, y a aquél que ama a Dios, “vendremos y haremos en Él nuestra morada” (Jn 14,23), y haremos brotar en el fondo del alma una fuente de aguas vivas, de paz y de gozo, que brota hasta la vida eterna (cf. Jn 7,38). Cristo es la fuente de nuestra alegría. En la medida que vivamos en Él viviremos felices”[1]. (San Alberto Hurtado)

Y aquí va la aleccionadora anécdota:

“Un monje sabio tenía una verdadera curiosidad. Muchas veces interrogaba al Señor:
— “Señor, ¿quién será hoy en el mundo el hombre más santo?¿Quién será el hombre más feliz?”.
Eran las horas de la mañana, y repitiendo la misma oración, oyó una voz que le decía:
“¡Vete al templo, y en el atrio te lo dirán!”

El monje metió las manos en las anchas mangas, se echó la capucha sobre la cabeza, atravesó los largos patios, y se asomó al atrio de la santa abadía. Allí sobre un banco de piedra, había pasado la noche un pobre mendigo. En aquel mismo momento se despertaba y se santiguaba devotamente.

— “Buenos días, hermano” —le dijo el monje.

— “Buenos días” —contestó alegre el pobre pordiosero.

— “Alegre os levantáis, por lo visto” —replicó el monje.

— “Padre —contestó el mendigo—, yo siempre estoy alegre”.

— “¿Alegre? No lo creo”.

— “Siempre alegre, padre; siempre alegre”.

— “Entonces, ¿tú eres hombre feliz?”.

— “Completamente feliz”.

— “Y en los días del invierno cuando cae la nieve, y tú vas pasando de puerta en puerta, como los pajarillos saltan de rama en rama, ¿eres feliz?”.

— “Padre, completamente feliz. Porque pienso que mi Padre Dios quiere que pase un poco de frío. También Él lo pasó; pero, mire usted, nunca me falta un pajar donde dormir y calen­tarme”.

— “Dime, y cuando tienes hambre, y pides de puerta en puerta, y no te dan ni un mendrugo de pan, ¿eres feliz?”.

— “Padre, completamente feliz. Porque pienso que mi Padre Dios quiere que pase un poquito de hambre. Él también la pasó. Pero nunca falta un pedacillo de pan”.

El monje le miraba estupefacto de arriba abajo.

— “Hermano —le dijo al fin—, ¡tú me engañas! ¡Tú no eres un pobre!”.

— “Padre, claro que no; yo no soy un pobre”.

— “Entonces, ¿tú quién eres?”.

— “¡Un rey!”.

— “¿Un rey? ¿Con ese zurrón y esos harapos?”.

— “¡Pues, Padre, con zurrón y harapos, rey soy!”.

— “¿Y cuál es tu reino?”.

— “Mi corazón, donde mando sobre mis pasiones. Pero todavía tengo otro reino. Padre, ¿ve usted ese sol que ahora mismo sale en su carroza de luz? ¿Ve usted esos montes? ¿Ve usted esos campos? Todo ello es de mi Padre Dios. Yo le digo muchas veces al día: ¡Padre nuestro que estás en los cielos! Y me digo: ¡Qué Padre tan grande tengo! Todo es suyo. Como yo soy su hijo, es mío también. Deje, Padre, que pase la vida. Entonces tiro al sepulcro mi cayado, mis harapos y mi zurrón, ¡y al cielo me voy! Allí tengo mi palacio. ¡Allí está mi Padre Dios!”.

El monje no quiso oír más. Volvió al convento: rezó en el coro. Entonces comprendió que aquel pobre mendigo era el hombre más feliz y aprendió el secreto de la felicidad”[2].

Pidamos a quien invocamos como Causa de nuestra alegría y que afirmó que la llamarían feliz todas las generaciones, que nos ayude a poder vivir tan unidos a la voluntad de Dios, que podamos gustar en esta vida, de la verdadera felicidad -al menos hasta donde este peregrinar nos la puede ofrecer-.

Ave María Purísima…

—–

Comparto un texto que profundiza este tema tan trascendente:

  • San Claudio de la Colombiere, «El Abandono Confiado en la Divina Providencia» (Descargar AQUÍ)

Un par de videos cortitos sobre el tema «tristeza-alegría»:

  • P. Gabriel Zapata: Aquí
  • De «Perseverancia»: Aquí

 

[1] San Alberto Hurtado, La búsqueda de Dios, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 20052, p. 83.

[2] Romero, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, pp. 519 – 520.

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