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«Amor de Dios y amor del mundo» – San Agustín de Hipona (354-430)

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Continuando esta Sección dedicada a recoger textos de Padres y Doctores de la Iglesia, reproducimos aquí parte del Comentario de San Agustín a la Primera Epístola de San Juan (In Epistolam Ioannis ad Parthos). Se trata de los párrafos 8 a 14 del Tratado II, en los que el Santo Doctor comenta los versículos 12-17 (cap. II) de la Epístola señalada.

Hemos elegido este texto para ayudar a esclarecer el concepto de «mundo». Las circunstancias de nuestro tiempo, con sus repetidas exhortaciones de «apertura al mundo», sin especificar a qué mundo se nos exige abrirnos, reclaman una urgente dilucidación de nociones. Nada mejor para ello que la autorizada palabra del Doctor de Hipona. (Nota de la Redacción de Mikael)

 «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, no está en él la caridad del Padre».

1.– ¿Cómo podremos amar a Dios, si amamos al mundo?

Dios, pues, nos dispone para ser inhabitados por la caridad.

Hay dos amores: el del mundo y el de Dios. Donde habita el amor del mundo, no tiene acceso el amor de Dios. Apártese el amor del mundo y habite en nosotros el de Dios; que el mejor ocupe su lugar.

Amabas al mundo, renuncia al amor del mundo; cuando hayas vaciado tu corazón del amor terreno, lo llenarás con el amor divino; y comenzará a habitar la caridad, de la que ningún mal puede proceder.

Así, pues, escuchad las palabras del que os quiere purificar. Como un campo encuentra el corazón del hombre. Pero ¿en qué estado lo encuentra? Si halla maleza, la arranca; si halla el campo limpio, lo siembra. Quiere allí plantar un árbol, la caridad. Y ¿qué maleza quiere arrancar? El amor del mundo. Oye al que arranca la maleza. No améis al mundo, y lo que sigue, ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, no está en él la caridad del Padre.

2.– Habéis oído que «si alguien ama al mundo, no está en él la caridad del Padre».

Nadie diga en su corazón que esto es falso, hermanos: Dios lo ha dicho, el Espíritu Santo ha hablado por medio del Apóstol; nada más verdadero: «Si alguien ama al mundo, no está en él la caridad del Padre».

¿Quieres poseer la caridad del Padre, para ser coheredero del Hijo? No ames al mundo. Rechaza el mal amor del mundo, para que seas llenado del amor de Dios.

Eres un vaso, pero todavía estás lleno: derrama lo que tienes, para recibir lo que no tienes. Nuestros hermanos ciertamente ya renacieron por el agua y el Espíritu; y nosotros, hace algunos años, hemos renacido por el agua y el Espíritu.

Conviene que nosotros no amemos al mundo, a fin de que los sacramentos no sean para nuestra condenación, en lugar de ser una fuerza de salvación. La fuerza de la salvación está en poseer la raíz de la caridad, en poseer la virtud de la piedad, no solamente su forma exterior. Buena es la forma, santa es la forma; pero ¿de qué vale la forma, si no tiene raíz?

El sarmiento cortado, ¿no es acaso arrojado al fuego?

Guarda la forma, pero en la raíz.

Mas ¿cómo debéis estar arraigados para no ser desarraigados? Teniendo la caridad, como dice el apóstol San Pablo: «arraigados y fundados en la caridad» (Ef. 3, 17).

¿Cómo se arraigará en vosotros la caridad, entre tantas malezas del amor del mundo? Arrancad la maleza. Debéis sembrar una gran semilla; no haya en el campo nada que ahogue la semilla.

Estas son las palabras purificantes: «No améis al mundo, ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, no está en él la caridad del Padre».

«Porque todo lo que hay en el mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición del mundo, lo que no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa y sus amores, en cambio quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre, así como Él mismo permanece eternamente».

3.– ¿Por qué no he de amar lo que hizo Dios? ¿Qué prefieres: amar lo temporal y pasar con el tiempo, o no amar al mundo y vivir con Dios para siempre?

El río de las cosas temporales nos arrastra; pero como un árbol junto al río, ha nacido Nuestro Señor Jesucristo. Se encarnó, murió, resucitó y subió al cielo. Quiso, en cierto modo, plantarse junto al río de las cosas temporales.

¿Eres arrastrado por la corriente? Agárrate del árbol. ¿Te hace girar el amor del mundo en sus remolinos? Tómate de Cristo.

Por tu causa se hizo Él temporal, para que tú te hagas eterno; porque también Él se hizo temporal de tal suerte que permaneció eterno. Algo se le acercó desde el tiempo, pero Él no se apartó de la eternidad. Tú, en cambio, naciste temporal y por el pecado te has hecho temporal: tú te has hecho temporal por el pecado, Él se ha hecho temporal por misericordia, para redimirte de los pecados.

¡Cuán grande es la diferencia entre un reo y su visitante, aun cuando los dos están en la cárcel! Sucede, en efecto, que un hombre viene a ver a su amigo y entra a visitarlo. Aparentemente ambos están en la cárcel, pero su situación es muy distinta y diferente. A uno lo tiene preso la acusación y al otro lo trajo la cortesía.

Así nosotros estábamos detenidos en esta vida mortal por el pecado; en cambio Él ha descendido a ella por misericordia. Se acercó a los cautivos como redentor, no como acusador.

El Señor derramó su sangre por nosotros, nos redimió, cambió nuestra situación en esperanza. Todavía soportamos la mortalidad de la carne, y estamos seguros de la futura inmortalidad: fluctuamos en el mar, pero ya hemos fijado en tierra el ancla de la esperanza.

4.– No amemos, pues, al mundo, ni lo que hay en el mundo. Porque lo que hay en el mundo «es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición del mundo». He aquí las tres concupiscencias.

–Que nadie diga: Lo que hay en el mundo, lo ha hecho Dios, esto es, el cielo y la tierra, el mar, el sol, la luna, las estrellas y todo lo que contienen los cielos ¿Qué contienen los mares? Todo lo que nada. ¿Qué la tierra? Los animales, los árboles y las aves. Todos estos seres están en el mundo. Dios los ha hecho. ¿Por qué, pues, no he de amar lo que Dios ha hecho?

–Que el Espíritu de Dios esté contigo, para que puedas ver que todos estos seres son buenos. Pero ¡ay de ti si amas las creaturas y te separas del Creador! Te parecen hermosas, pero ¿cuánto más hermoso es Aquél que las creó?

Estad atentos.

Las comparaciones os pueden instruir; para que no os sorprenda Satanás, diciendo lo que suele decir: Buscad vuestra felicidad en las creaturas de Dios; ¿para qué las hizo, sino para vuestro bien? Y se embriagan y perecen y olvidan a su Creador: usando de las creaturas con apasionamiento ysin moderación, se desprecia a su Creador.

Acerca de éstos, dice el Apóstol: «Honraron y sirvieron a las creaturas más bien que al Creador, que es bendito por los siglos» (Rom. 1, 25).

Dios no te prohíbe amar las creaturas, sino amarlas hasta poner en ellas tu felicidad terminal. Dales tu estima y alabanza, pero para amar al Creador.

Supongamos, hermanos, que un esposo regala un anillo a su esposa, y que ella ame más a ese anillo obsequiado que al esposo, que se lo donó, ¿acaso no sorprenderíamos en esta preferencia al obsequio, un corazón adúltero, aunque amase lo que su esposo le donó?

Sin duda debía amar lo que le dio su esposo. Pero si dijere: Me basta el anillo, ya no quiero ver su rostro, ¿qué clase de mujer sería? ¿Quién no abominaría esta locura? ¿Quién no convencería a este corazón de adúltero?

–Amas el oro en lugar del hombre, amas el anillo en lugar del esposo. Si tales son tus sentimientos, que prefieres el anillo a tu esposo, y no quieres verlo, entonces las arras que te dio no fueron para prendarte, sino para apartarte. Pues el esposo da las arras, para en ellas ser amado.

Así, Dios te dio todas estas cosas. Ama al que las hizo. El que las creó quiere darte aún más, quiere darse a Sí mismo.

Pero si amaras a las creaturas, aunque Dios las haya creado, abandonando al Creador, y amaras al mundo, ¿acaso tu amor no será tenido por adulterino?

5.– Se llama «mundo», no sólo a esta fábrica que Dios ha hecho, el cielo y la tierra, el mar, los seres visibles e invisibles, sino también se llama «mundo» a los habitantes del mundo; de manera semejante se llama «casa» tanto a las paredes como a sus habitantes. Y algunas veces ponderamos la casa y criticamos a sus moradores. Pues decimos: Buena casa, porque es de mármol y hermosamente artesonada, y en otra ocasión decimos: Buena casa, pues en ella nadie sufre injusticias, ni robos, ni violencias. No sólo elogiamos las paredes, sino también a sus habitantes; sin embargo, decimos «casa» en un caso como en otro.

Todos los amadores del mundo –porque habitan el mundo al amarlo, como habitan el cielo los que tienen su corazón en lo alto, aunque su cuerpo esté en la tierra– todos los amadores del mundo son llamados «mundo».

Estos tales no tienen otros deseos que las tres concupiscencias: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición del mundo. Pues desean comer, beber, fornicar, regodearse con estos placeres.

¿Acaso no puede haber mesura en esto?

O bien cuando se dice: «No améis esto», ¿se dice que no comáis, ni bebáis, ni engendréis hijos? No se afirma tal cosa. Sino que haya mesura, según la intención del Creador, para que no os encadenéis por el amor de estas cosas, no sea que améis para gozar, lo que os ha sido dado tan sólo para usar.

Pues no sois probados sino cuando se os proponen dos cosas, o esto o aquello: ¿quieres la justicia o las riquezas? No tengo con qué vivir, no tengo con qué comer, no tengo con qué beber. Pero ¿qué sucederá si no puedes obtener esto a no ser mediante un delito? ¿Acaso no es mejor preferir lo que no puedes perder, que cometer un delito? Tú percibes la ganancia del oro; no ves el daño de la fe.

Por eso Juan nos dice: «es concupiscencia de la carne», a saber, el deseo de esas cosas que pertenecen a la carne, como la comida y la fornicación, y demás cosas de esta naturaleza.

6.– «Y la concupiscencia de los ojos». Por concupiscencia de los ojos se entiende toda curiosidad. Y ¿hasta dónde se extiende esta curiosidad? A los espectáculos, a los teatros, a los ritos diabólicos, a las artes mágicas, a las hechicerías. Esto es la curiosidad.

Algunas veces también tienta a los siervos de Dios, para que pretendan realizar milagros, probar si Dios los escucha en los milagros. Esto es curiosidad, esto es concupiscencia de los ojos; no proviene del Padre.

Si Dios te lo concede, hazlo, pues te lo dio para que lo hagas; pero los que no lo hacen también pertenecen al reino de Dios.

Cuando se alegraban los Apóstoles porque los demonios les obedecían, ¿qué les dijo el Señor? «No os alegréis por esto, sino alegraos porque vuestros nombres están escritos en el cielo» (Le. 10, 20). Quiso que los Apóstoles se alegraran, de lo que tú debes alegrarte.

¡Ay de ti, si tu nombre no está escrito en el cielo! ¿Acaso se te ha dicho: Ay de ti si no caminaste sobre el mar?; ¿ay de ti si no resucitaste muertos?; ¿ay de ti si no arrojaste demonios? Si recibiste el don de hacerlo, úsalo humildemente, no con soberbia.

De algunos falsos profetas dijo el Señor que realizarían señales y milagros. Que no haya, pues, ambición del mundo. La ambición del mundo es la soberbia, el afán de lanzarse a los honores; pues el hombre se cree grande o por las riquezas, o por algún poder.

7.– He aquí las tres concupiscencias, y no encontrarás ninguna otra con que pueda ser tentada la codicia humana, fuera de la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la ambición del mundo.

Con ellas el Señor fue tentado por el demonio.

Le tentó con la concupiscencia de la carne cuando, al sentir hambre después del ayuno, le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di a estas piedras que se conviertan en pan» (Mt. 4, 3).

Pero ¿cómo rechazó al tentador y enseñó a luchar al soldado?

Atiende lo que le dijo: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios» (Mt. 4, 4).

Y fue tentado por la concupiscencia de los ojos con la perspectiva de un milagro, cuando le dijo: «Tírate hacia abajo, porque está escrito: Te mandó sus Ángeles para que te sostengan y tu pie no tropiece en la piedra» (Mt. 4, 6).

Resistió al tentador. Porque si hubiera hecho el milagro, no parecería sino que había cedido al demonio, o que lo había hecho por curiosidad. Lo hizo cuando quiso, como Dios, pero para curar a los enfermos. Si lo hubiese hecho entonces, hubiera parecido que sólo deseaba realizar un prodigio.

Pero, para que los hombres no pensaran esto, fíjate lo que respondió, y cuando tengas semejante tentación, di tú lo mismo: «Retírate de mí, Satanás, pues está escrito: No tentarás al Señor tu Dios» (Mt. 4, 7), o sea: si esto hiciera, tentaría a Dios. Dijo lo que quiso que tú dijeras.

Cuando el enemigo te sugiera: ¿Qué hombre, qué cristiano eres tú?, ¿acaso hiciste un sólo milagro, o por tus oraciones resucitaron los muertos, o sanaste a los enfermos?; si verdaderamente fueras de alguna importancia, harías algún milagro. Responde diciéndole: «Está escrito: No tentarás al Señor tu Dios»; por lo tanto, no tentaré a Dios, como si sólo haciendo un milagro fuera agradable a Dios, y no lo fuera al no hacerlo.

Y ¿dónde quedan sus palabras: «Alegraos porque vuestros nombres están escritos en el cielo»?

¿Cómo fue tentado el Señor por la ambición del mundo? Cuando lo llevó a lo alto y le dijo: «Todo esto te daré, si postrado me adorares» (Mt. 4, 9). Con la euforia del reino terreno quiso tentar al rey de los siglos; pero el Señor, que hizo el cielo y la tierra, derribó a sus pies al demonio.

¿Qué mucho, que el diablo fuera vencido por el Señor?

Respondió al demonio lo que te enseñó que respondas: «Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo servirás» (Mt. 4, 10).

Observando estas cosas, no tendréis concupiscencia del mundo, y, no teniendo concupiscencia del mundo, no os subyugarán ni la codicia de la carne, ni la codicia de los ojos, ni la ambición del mundo. Y haréis lugar a la llegada de la caridad, que os hará amar a Dios. Porque donde está el amor del mundo, no está el amor de Dios.

Manteneos más bien en el amor de Dios para que, así como Dios es eterno, así también vosotros permanezcáis para siempre. Porque cada uno es cual es su amor.

¿Amas la tierra? Tierra serás.

¿Amas a Dios? ¿Qué diré? ¿Serás Dios? No me atrevo a decirlo por mí mismo; oigamos las Escrituras: «Yo dije, dioses sois, y todos sois hijos del Altísimo» (Ps. 31, 6). Luego, si queréis ser dioses e hijos del Altísimo, «no améis al mundo, ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, no está en él la caridad del Padre. Porque todo lo que hay en el mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición del mundo, lo que no procede del Padre, sino del mundo», es decir, de los hombres amantes del mundo.

«Y el mundo pasa y sus amores, en cambio el que cumple la voluntad de Dios, permanece para siempre, así como Él mismo permanece eternamente».

En «Mikael, Revista del Seminario de Paraná», año 1, n°2, Segundo cuatrimestre – 1973, pp.120-127.

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