El espíritu de la Resurrección – San Alberto Hurtado

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Los peces del océano viven en agua salada y a pesar del medio salado, tenemos que echarles sal cuando los comemos: se conservan insípidos, sosos. Así podemos vivir en la alegría de la resurrección sin empaparnos de ella: sosos. Debemos empaparnos, pues, en la resurrección. El mensaje de la resurrección es alentador, porque es el triunfo completo de la bondad de Cristo. Para comprender el papel de un elemento supongamos que eso falta (para saber lo que es el sol, supongamos que no existe: frío y muerte). ¿Qué sería nuestra Iglesia si no hubiera Resurrección? Si terminara el mensaje en el Viernes Santo: Siempre de luto, ¡¡y la duda y el temor del futuro !! Y todos en penitencia desesperante. He conocido un buen padre de familia que tuvo una tristeza horrible y se acabó ese hombre. Tuvo un niño de seis años, rompió la loza, el padre lo castigó y lo mandó a su cama sin un beso… Esa noche murió solo. ¡¡Si hubiera sabido que era su última hora!! Se fue a la eternidad con la tristeza de ese recuerdo. Ahora suponga que Nuestro Señor muere, grita, desaparece… ¡qué triste habría sido! Pero volvió después de su muerte, ¿para decir qué? Que en el Corazón divino no había ningún rencor. ¡Que no había venganza! Que podíamos cooperar con Él. Porque conocemos bien este misterio, no lo apreciamos bastante. No hay que desesperar: los lazos entre el Salvador y los hombres no han sido rotos. Por eso, se presenta tan luego a Pedro, no para decirle que obró mal, sino para decirle que sigue siendo Jefe del Colegio Apostólico y piedra angular de la Iglesia, porque mi muerte es muerte de redención. Éste es su alcance esencial y debe producir la gratitud de mi alma. Es la víctima que vuelve y su primera palabra: “No teman” (Mt 28,10). “Te damos gracias por tu inmensa gloria”, es la resurrección.

Nuestro Señor acabó su papel mortal. ¿Se interesa todavía a la tierra? Cristo que se aparece con frecuencia, y dice: Todo mi interés está en la tierra. Hilvanemos un poco de teología en torno a la esperanza de Nuestro Señor. ¿Tuvo Nuestro Señor las virtudes teologales? Unánimes: tuvo la caridad perfecta en tierra y en el cielo. La fe, unánimes en que no, porque tenía más, la visión beatífica. ¿Y la esperanza? Se dividen: unos que no, porque no puede esperar lo que ya tiene en la tierra y en el cielo: la visión beatífica; otros afirman que en su vida mortal tuvo la verdadera esperanza, y que hoy en el cielo la tiene. El objeto de la esperanza no es como lo dice, sin probarlo, San Agustín: la salvación eterna del hombre que espera, sino la salvación eterna de todos los que son capaces de conseguirla (yo espero el cielo para mí y también para los demás, para todos nosotros, el cielo y las gracias necesarias, virtud social espléndida). San Agustín: sólo para mí espero; Santo Tomás, dijo: es verdad lo de San Agustín, pero nuestros amigos, de un cierto modo, somos nosotros mismos, como lo dijo Aristóteles: puedo esperar por los que son yo, (y en la doctrina del Cuerpo Místico esta doctrina cobra mayor luz: el gran “Yo”). Luego, si el objeto de la esperanza es la salvación de todos los que son capaces, Nuestro Señor esperó y sigue esperando por todos los que son capaces de esperar. El cielo es una gran esperanza hasta el último juicio (la gran fiesta todavía no ha comenzado; están afinando los instrumentos).

Nuestro Señor después de la Resurrección no se contentó con gozar su felicidad. Como la alegría del profesor es la ciencia de sus alumnos… su esperanza no es completa hasta que todos aprenden; como el Capitán del buque no tiene su esperanza completa hasta que se salva el último… ¡Sería pésimo si se contentara con su propia salvación! Todo el cielo es la gran esperanza vuelta hacia la tierra. San Ignacio tiene gran esperanza en nosotros y no la colmará sino cuando haya entrado el último jesuita. La esperanza es el lazo que une el cielo y la tierra. No nos imaginemos el cielo con sillones tranquilos. San Pedro está mirando el Vaticano todo el día. La tierra es el periódico del cielo. Por eso podemos gritar: ¡Eh, sálvanos que perecemos! Acuérdate que es tu obra la que arde. ¡Eh santos, miren su obra! ¡Recen por nosotros! ¡La Iglesia lo hace en forma imperativa! Es como en una operación que comienza un cirujano, y se va: caso de apuro, el otro lo llama, es la misma operación. “También tengo otras ovejas, que no son de este redil… y habrá un solo rebaño, un solo pastor” (Jn 10,16). El Señor espera traerlas al redil. La posesión es la que acaba la esperanza: la posesión de todos nosotros. Cuando uno se sienta a orilla de un mar de marea poderosa, por ejemplo en Jersey: en el momento de la marea en equilibrio, se puede reconocer la primera ola de la marea entrante… ¡hay que huir porque la marea allí va a la velocidad de un caballo al galope! Tres horas después, ¡toda la playa cubierta! Esa marea, esos millones de gotas, ¿por qué? Porque la luna ha pasado. En todo el mundo espiritual están los hombres que hacen actos buenos, buenos deseos… Centro de su unidad, la esperanza infalible de Cristo, de allí vienen las gracias para que todo el mundo sea conforme a la Resurrección del Señor. Esta visión proporciona una gran alegría, una necesidad de trabajar. ¿Qué voy a hacer cada día?, cumplir la esperanza de Cristo. El cielo todavía no está acabado: falta la Iglesia militante. Y cuando llega un pobre hombre cubierto del polvo de la tierra, ¡la alegría que habrá en el cielo! El Señor lo dice: habrá más alegría en el cielo… (Lc 15,7). Allí ya no hay posibilidad de batalla… ¡No se trata solamente de limpiarse, sino que hay que ensanchar este horizonte a las dimensiones de Cristo! ¡Todo el cielo interesándose por la tierra! Y por eso Nuestro Señor se aparece a su Madre… Se interesa a todo, hasta en la pesca de sus apóstoles; en lo que comen ellos: ¿Os queda algo de comer? Comió y distribuyó los pedazos (cf. Jn 21,1-14). Para mostrarnos que más que su felicidad eterna, le interesa su obra en la tierra. ¡La comunidad de la Iglesia triunfante y militante es la razón de nuestros esfuerzos! ¡Comunidad de deseos, de anhelos y de esperanza!

Resurrección

No todo es Viernes Santo. ¡Resucitó Cristo, mi esperanza! “Yo soy la Resurrección” (Jn 11,25). Está el Domingo, y esta idea nos ha de dominar. En medio de dolores y pruebas… optimismo, confianza y alegría. Siempre alegres: Porque Cristo resucitó venciendo la muerte y está sentado a la diestra del Padre. Y es Cristo, mi bien, el que resucitó. Él, mi Padre, mi Amigo, ya no muere. ¡Qué gloria! Así también resucitaré “en Cristo Jesús” he resucitado glorioso, en Él he tomado posesión… y tras estos días de nubarrones veré a Cristo. Porque cada día que paso estoy más cerca de Cristo. Las canas… El cielo está muy cerca (al otro lado de la muralla que es el cuerpo). Cuando esté débil lazo se acabe de romper… “deseo morir y estar con Cristo” (Flp 1,23). Porque Cristo nos consuela: las apariciones… Y así siempre. El pan milagro después de 20 siglos. La paz del alma cristiana. Nuestros Padres en España. Padre Hummelauer: Reboso de alegría. Porque Cristo triunfó y la Iglesia triunfará. La loza, los guardias, creyeron haberlo pisoteado. ¡Las catacumbas! Juliano. En Francia, Alemania, ¡cuándo ha habido un grupo más ferviente! Así sucederá también con nuestra obra cristiana. ¡Triunfará! No son los mayores apóstoles los de más fachada; ni los mejores éxitos los de más apariencia. En la acción cristiana hay ¡el éxito de los fracasos! ¡Los triunfos tardíos! ¡Cuantos fracasan en Cristo! Judas; el joven de la vocación; el anuncio de la Eucaristía; sus leprosos, nadie vino a darle las gracias, los paralíticos. Para que se levante una pared, hay que hundir mucho los cimientos… toneladas de cimiento. ¡Las almas son tan movedizas! ¡Cuánta generosidad oculta hay que modelarle para que lleguen a sostenerse! Pero un día, a la hora señalada por la Providencia, se levanta una basílica. ¡Cuántos siglos para levantar una catedral! El que pone la primera piedra, rara vez la ve terminada. En el mundo de lo invisible, lo que en apariencia no sirve, es lo que sirve más. Un fracaso completo aceptado de buen grado, más éxito sobrenatural que todos los triunfos. Sembrar sin preocuparse de lo que saldrá. No cansarse de sembrar. Dar gracias a Dios de los frutos apostólicos de mis fracasos. Cuando Cristo habló al joven, fracasó, pero, cuántos han escuchado la lección; y ante la Eucaristía, huyeron, pero ¡cuántos han venido después!. ¡Trabajarás!, tu celo parecerá muerto, pero ¡cuántos vivirán gracias a ti!

San Alberto Hurtado

“Un disparo a la eternidad”

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