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La entrada triunfal (Lc 19,29-40)

29 Y sucedió que, al aproximarse a Betfagé y Betania, al pie del monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, 30 diciendo: “Id al pueblo que está enfrente y, entrando en él, encontraréis un pollino atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre; desatadlo y traedlo. 31 Y si alguien os pregunta: «¿Por qué lo desatáis?», diréis esto: «Porque el Señor lo necesita»”. 32 Fueron, pues, los enviados y lo encontraron como les había dicho. 33 Cuando desataban el pollino, les dijeron los dueños: “¿Por qué desatáis el pollino?” 34 Ellos les contestaron: “Porque el Señor lo necesita”. 35 Y lo trajeron donde Jesús; y echando sus mantos sobre el pollino, hicieron montar a Jesús. 36 Mientras él avanzaba, extendían sus mantos por el camino. 37 Cerca ya de la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llenos de alegría, se pusieron a alabar a Dios a grandes voces, por todos los milagros que habían visto. 38 Decían: “Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas”. 39 Algunos de los fariseos, que estaban entre la gente, le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. 40 Respondió: “Os digo que si éstos callan gritarán las piedras”.

 

Comentario al Evangelio de San Lucas

  • Llegando desde la depresión desértica en la que se alza el oasis de Jericó lo primero que se encuentra es el monte de los Olivos, que oculta al viajero la vista de Jerusalén. La ciudad no se divisa sino al llegar a la cima de aquel cerro. Betfagé, que significa “casa de higos no maduros”, junto a Betania, eran las aldeas más distantes de Jerusalén que surgían sobre la falda este del monte de los Olivos. Casi con certeza esa jornada de Jesús terminó en Betania, desde donde, a la mañana siguiente, mandará el Señor a sus discípulos a cumplir el encargo de buscarle el pollino, que comentaremos a continuación. No debemos olvidar que san Lucas, queriendo ordenar los episodios de modo tal que todo el itinerario de Jesús esté dominado por el afán de llegar a Jerusalén, no relata, como sí lo hacen los demás evangelistas, el banquete en casa de Lázaro y sus hermanas, en el que María lo ungió con el perfume de nardo, “anticipándose a embalsamar su cuerpo para la sepultura”, como dicen Mateo, Marcos y Juan (cf. Mt 26; Mc 14 y Jn 12). Pero en realidad los hechos sucedieron mediando el reposo nocturno en Betania.
  • El alto en la casa de los amigos de Betania, en donde pocos días antes Jesús había resucitado a Lázaro, tiene que haber disparado la noticia de la llegada del Señor, el resucitador, hasta la misma Jerusalén, lo que explica que tanta gente le saliera al encuentro al día siguiente, tan temprano, o que incluso se juntaran allí desde la noche de su llegada y salieran acompañándolo desde la misma aldea. Muy de madrugada, pues, Jesús prepara la continuación de su viaje, enviando a dos de sus discípulos a que vayan a la aldea que está frente a Betania, aproximadamente un kilómetro más adelante siguiendo el serpenteante derrotero faldero, que era Betfagé, considerada ya por el Talmud como arrabal de Jerusalén, a que cumplan un extraño gesto: “Id al pueblo que está enfrente y, entrando en él, encontraréis un pollino atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre; desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: «¿Por qué lo desatáis?», diréis esto: «Porque el Señor lo necesita». Fueron, pues, los enviados y lo encontraron como les había dicho”. Las cosas sucedieron tal cual lo había predicho Jesús: “Cuando desataban el pollino, les dijeron los dueños: «¿Por qué desatáis el pollino?» Ellos les contestaron: «Porque el Señor lo necesita»”. Al saber que obedecían a Jesús no objetaron nada. Probablemente eran amigos de la familia de Lázaro y por lo tanto estaban bien dispuestos hacia Jesús, y ya sabrían de su presencia en Betania porque, como hemos dicho, aunque el Señor se detuviese allí la tarde anterior, la noticia de su llegada había continuado camino hasta la capital. No me parece buena la suposición de Barclay, para quien, en realidad, Jesús había planeado las cosas cuidadosamente, al punto de concertar con esta familia esta clave (“el Señor lo necesita”) para que le prestaran los burros. Creo que no es esa la idea que pretenden referir los evangelistas.
  • Al respecto de esto, explica Ricciotti: “El asno era en Palestina la cabalgadura de las personas notables, ya desde los tiempos de Balaam (Núm, 22,2). Jesús, al buscar en esta ocasión aquella montura, mostró querer secundar los festivos deseos de la comitiva. Pero la mira de Jesús era a la par mucho más amplia. Mateo, en su especial cuidado de señalar el cumplimiento de las profecías mesiánicas, hace notar que entonces se cumplió la predicción del antiguo profeta Zacarías (9,9), según la cual el rey de Sión acercaríase a ésta, manso, cabalgando una asna y un pollino. También por ello es Mateo el único en recordar que allí, en Betfagé, estaban atados juntos el pollino y su madre, y que ambos fueron llevados a Jesús, mientras los demás evangelistas mencionan únicamente el asnillo sobre el que Jesús cabalgó efectivamente”.
  • Jesús montó, pues, sobre el pollino o asnillo, “sobre el que todavía no había montado ningún hombre”. El pequeño borriquito que se elige Jesús tiene un rasgo virginal, de pureza: ningún hombre todavía lo ha usado como cabalgadura. Destacadamente Jesús, que asume nuestra pobreza y comparte durante su vida las necesidades de los pobres pescadores galileos, no quiere que se le traiga, ahora que hará su entrada solemne hacia la ciudad-altar sacrificial, nada que sea de segunda mano. No quiere de nosotros las sobras, como no quiere el veterano rucio de escaso futuro, sino nuestra plenitud, nuestro asnillo, el que podríamos dedicar a tantos paseos y proyectos, pero que Dios nos pide que le separemos para Él. ¡Cuán difícil de comprender es este deseo divino para muchos hombres! Pretenden –¡pretendemos, que aquí no hay quien escape!– contentar a Dios con lo que ya no nos reporta utilidad. Por eso dejamos para la oración los momentos en que, de todos modos, no seríamos capaces de hacer bien ninguna otra tarea; damos en limosna al pobre –al rostro de Cristo en la tierra– aquello que no serviríamos a nuestros propios hijos ni nos animaríamos a comer o vestir nosotros mismos. Esperamos para volvernos piadosos y virtuosos a que llegue el crepúsculo de nuestras vidas, cuando ya no hace falta sacrificar por un ideal el vigor juvenil que hemos gastado, entre tanto, correteando a nuestro gusto tras las mariposas de la vida. Así somos con Dios; con ese Dios que nos mandó a su propio hijo, hecho niño, y le pidió que inmolase por nosotros su vida cuando estaba en la plenitud de su vigor. Nosotros traemos a Jesús nuestros burros viejos, lentos y traspirados, para que entre en Jerusalén a morir en lugar nuestro, mientras nosotros nos vamos por esos campos lozanos montados en nuestros prometedores asnillos brincando como si nuestra salvación no costara la Sangre de nadie.
  • Echando sus mantos sobre el burrito, ayudaron a montar a Jesús y comenzaron a transitar el último tramo. El entusiasmo mesiánico, al ver a Jesús montado en el pollino, subió de tono y comenzaron a extender sus mantos por el camino, para que pasara sobre ellos como sobre una alfombra triunfal. San Lucas no menciona, en cambio, que cubrieran el paso del Señor con ramos de palmas o de olivos, como dicen los otros evangelistas. Pero destaca que las gentes ponían sus propias vestiduras, sus pertenencias, a los pies de Cristo, para que sirvieran a este rey que llegaba. Esto era parte, en las costumbres antiguas de Israel, del ceremonial de coronación de los reyes: cuando Jehú fue aclamado rey “tomaron todos sus mantos y los pusieron debajo de él en las gradas, y, haciendo sonar las trompetas, gritaron: ¡Jehú, rey!” (2Re 9,13). El entusiasmo continuó creciendo al acercarse a la bajada del monte, desde donde se divisa la ciudad. Aquí la gente llegó al colmo de su apasionamiento, movida especialmente por “todos los milagros que habían visto”. No se trata solo de los últimos, como la curación del ciego en Jericó, sino a todos los que, de modo directo o indirecto, se contaban de Jesús, en particular la resurrección de Lázaro. Esta frase resume, pues, el ministerio público de Jesús.
  • “Decían: «Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas»”. Las aclamaciones, como suele ocurrir en estos arrebatos colectivos, serían muchas y diversas. Los tres evangelistas ponen algunas comunes y otras distintas. Los tres señalan la expresión “Bendito el que viene en nombre del Señor”, y el grito “Hosanna en las alturas”, que san Lucas vierte con un “Paz y Gloria” en las alturas, que es, en definitiva, lo que significa el ὡσαννά (hosanná) de Mateo y Marcos, exclamación aramea de alabanza, que significa literalmente: “Sálvanos, te rogamos”; pero que, al parecer, pasó de expresión de ruego a aclamación de alabanza y reconocimiento de soberanía. Está tomada del Salmo 118 (117), que se recitaba en la Fiesta de los Tabernáculos en el gran Hallel (Salmos 113 al 118), con el acompañamiento del blandir de ramas de palmas y sauces. Precisamente “el último día de la fiesta” recibía el nombre de “el gran Hosanna”, y las mismas ramas recibían también el nombre de hosannas. San Lucas, escribiendo para un público griego cambia la expresión aramea por el giro jubiloso de “Paz y Gloria”, más comprensible para sus lectores y que tiene relación con lo que dirá poco más adelante el mismo Jesús, al llorar sobre Jerusalén. Santo Tomás cita las hermosas palabras de Teofilacto: “la guerra antigua que hacíamos al Señor ha concluido (…) porque en el mero hecho de andar Dios visiblemente por territorio de sus enemigos, se da a conocer que ha establecido la paz con nosotros”. San Lucas, junto a san Juan, da a Jesús el explícito título de “Rey”: “Bendito el Rey que viene” (san Juan añade “Rey de Israel”). San Mateo lo llama “el hijo de David”, y san Marcos habla del “reino de nuestro padre David”. El Rey Mesías llega a su ciudad.
  • “Algunos de los fariseos, que estaban entre la gente, le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos»”. Estos fariseos estaban allí observando el comportamiento de Cristo, y vuelven a presentarse como hipócritamente cuidadosos del bien del Maestro. Ya lo habían hecho anteriormente, al ponerlo en guardia contra las asechanzas de Herodes (13,31) probablemente buscando, más que cuidarlo de Herodes, alejarlo de la capital y del templo, es decir, de ellos mismos. Ahora pretenden dar una nota de prudencia respecto del poder romano: “reprende a tus discípulos –parecen decirle– porque van a poner nerviosos a los romanos con tanto hablar de reyes y de reinos”. En realidad, no es una preocupación en favor de Cristo, sino en favor de sí mismos; sea que no querían revuelo con la guarnición romana, demasiado quisquillosa en esos días festivos, o, más probablemente, porque ellos no querían saber nada con un reinado mesiánico apolítico y espiritual como el que predicaba Jesús. La “prudencia” que manifiestan los fariseos en esta oportunidad es la misma que caracteriza a los católicos liberales de todos los tiempos, muy timoratos con exacerbar la melindrosa sensibilidad mundana; es la que recomienda cantar despacito y hacer las procesiones en el jardín de la parroquia, para que no se molesten, ni se enteren siquiera, los que no están de acuerdo con Dios.
  • Para todos estos vale la respuesta de Cristo: “Os digo que si éstos callan gritarán las piedras”. Jesús, que había huido en todas las oportunidades en que el populacho pretendió hacerlo rey, ahora no solo no se opone a sus manifestaciones, sino que se niega a reprimirlas o templarlas. Más aún, hace lo contrario de cuanto le aconseja el temeroso y acomplejado fariseo. Y no solo eso, sino que pronuncia una frase que suele ser comprendida exclusivamente en un sentido metafórico pero que tiene, sin embargo, un sentido también profético. Metafóricamente Jesús quiere señalar la imposibilidad de silenciar ya la verdad de su mesianismo: si callaran sus discípulos, gritaría la misma naturaleza. Pero en sentido profético, en cambio, sus palabras se cumplirían con exactitud pocos años más tarde. Ese pueblo que hoy aclamaba a Cristo, de hecho callaría sus gritos de júbilo mesiánico menos de una semana después. Cuando las cosas se volvieron contra Jesús nadie volvió a proclamar su realeza. Su pueblo, aquel pueblo de quien Él era y es rey, o lo repudió o al menos se acobardó de defenderlo como tal. Y entonces gritaron las piedras, pero gritaron de angustia cuando cayeron postradas ante las mazas y los arietes romanos que no dejaron piedra sobre piedra de esa ciudad que no tenía Rey que la salvara, porque habían dejado de aclamar a su rey

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