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Quien ama a Jesucristo, no ambiciona más que a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio

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📖 Ediciones Voz Católica

CARITAS no est ambiciosa.
La caridad no es ambiciosa (I Cor., XIII, 5).

Quien ama a Jesucristo no busca la estima y el afecto de los hombres; su único deseo lo tiene puesto en gozar del favor de Dios, que es el solo objeto de su amor. Dice San Hilario que todos los honores que el mundo proporciona son negocio del diablo. Y así es, porque el enemigo negocia para el infierno cuando infiltra en el alma deseos de honras, pues, perdida la humildad, está a punto de precipitarse en el abismo del mal. Escribe el apóstol Santiago que así como Dios da con larga mano su gracia a los humildes, así la retira de los soberbios y les resiste [1]. Al decir que Dios se opone a los soberbios, da a entender que no presta oídos a sus oraciones. Y entre los actos de soberbia ciertamente ha de contarse el ambicionar la estimación de los hombres y envanecerse con los honores de ellos recibidos.

De espanto fue el ejemplo de Fr. Justino, franciscano, que había alcanzado un subidísimo grado de contemplación; mas porque, quizás, o sin quizás, alimentaba en el corazón deseos de ser estimado de los hombres, ved lo que le aconteció: Le llamó cierto día el papa Eugenio IV y, por el gran concepto que de su elevada santidad tenía, lo abrazó e hizo sentar a su lado. Fr. Justino se envaneció por tal favor, por lo que San Juan Capistrano le dijo: «¡Ah, Fr. Justino, al partir eras un ángel y ahora vuelves hecho un demonio!». Y así fue, porque, ensoberbeciéndose el miserable cada vez más, pretendiendo ser tratado cual creía merecer, llegó a matar a cuchilladas a un religioso, apostató, huyó a Nápoles y se dio a vida criminal, muriendo al fin como apóstata en una cárcel. Por eso decía sabiamente cierto siervo de Dios que, cuando oímos o leemos la caída de los cedros del Líbano, de un Salomón, de un Tertuliano, de un Osio, que eran por todos venerados como santos, es prueba de que estos tales no se habían dado por completo a Dios, sino que en su pecho alimentaban cierto sentimiento de soberbia, que les llevó a la prevaricación. Temblemos, pues, cuando nos veamos acometidos por la ambición de figurar y ser estimados por el mundo; y cuando el mundo nos honre, guardémonos de la vana complacencia, que puede ser origen de nuestra perdición.

Guardémonos, sobre todo, de andar tras puntillos de honra. Decía Santa Teresa: «Créanme una cosa, que si hay punto de honra…, aunque tengan muchos años de oración, y por mejor decir, consideración…, que nunca medraran mucho ni llegarán a gozar el verdadero fruto de la oración». Muchas personas hay que hacen profesión de vida espiritual, pero son idólatras de la propia estima; exteriormente aparentan mucha virtud pero interiormente ambicionan ser loadas de todos por cuanto hacen, y si nadie las alaba, se alaban a sí mismas, queriendo aparecer mejores que las demás, y si por ventura les hieren la propia honra, pierden la paz, abandonan la comunión y las demás devociones y no descansan hasta haber recobrado el buen nombre que creyeron perdido. No obran así los verdaderos amadores de Dios, pues, no contentos con huir de las palabras que redunden en propia alabanza, ni se complacen en ellas, ni siquiera se entristecen cuando los otros los alaban, y se gozan cuando son tenidos en mal concepto por los demás.

Razón le sobraba a San Francisco de Asís para decir: «Soy tan sólo lo que soy ante Dios». ¿Qué importa ser tenido en mucha estima por los grandes del mundo, si ante Dios somos viles y despreciables? Y, por el contrario, ¿qué importa que el mundo nos desprecie, si somos queridos y gratos a los ojos de Dios? San Agustín escribió: «Ni los pregones del adulador remedian el mal estado de nuestra conciencia, ni los oprobios del calumniador son poderosos para herir la buena conciencia». Así como el que nos alaba no nos libra del castigo que nuestros pecados merecen, de la misma manera, el que nos vitupera no nos quita el mérito de nuestras buenas obras. «Mira qué se os dará, estando en los brazos de Dios, que os culpe todo el mundo». Los santos únicamente anhelaban vivir desconocidos y menospreciados de todos. Escribe San Francisco de Sales: «¿Qué sinrazón se nos hace en que los demás tengan mala opinión de nosotros? ¿Es que no la debemos nosotros tener también mala? Y es que, teniéndonos nosotros por malos, ¿pretenderemos que los demás nos tengan por buenos?».

¡Cuánta seguridad encuentran en la vida obscura y retirada los que de corazón quieren amar a Jesucristo! El mismo Jesús nos dio ejemplo de ello, viviendo oculto y despreciado durante treinta años en un taller. De ahí que los santos, por huir de la estima de los hombres, fueran a vivir en desiertos y en grutas. Decía San Vicente de Paúl «que el gusto de comparecer y que se hable bien de nosotros, de que se alabe nuestra conducta y se diga que en todo acertamos y que hacemos maravillas, es un mal que, haciéndonos olvidar a Dios, inficiona nuestras más puras acciones y es el vicio más dañoso a nuestro adelantamiento espiritual».

El que quiera, pues, adelantar en el amor a Jesucristo, debe sacrificar en sí el amor de la estima propia. Mas ¿cómo sacrificarla? Ved aquí cómo nos lo enseña Santa María Magdalena de Pazzi: «La vida del apetito de la estima propia consiste en la buena reputación que de nosotros se tiene; por tanto, la muerte de la estima propia será el ocultarse para no ser conocido de nadie; y mientras que no se llegue a dar muerte a este deseo de propia estimación, no se llegará a ser verdadero siervo de Dios».

Para hacernos, por tanto, agradables a los ojos de Dios, hemos de guardarnos de la ambición de parecer y ser tenidos en algo a los ojos de los hombres. Y sobre todo hemos de guardarnos de ambicionar el sobresalir entre los demás. Santa Teresa prefería que ardiese el monasterio con todas las monjas antes de ver entrar en él tan maldita ambición, y tenía ordenado que, si hubiese alguna monja con ambición de ser abadesa, se la arrojase del monasterio o, al menos, se la encerrase para siempre en la cárcel. Santa María Magdalena de Pazzi decía: «La honra de la persona espiritual ha de estribar en verse pospuesta a todos y en el horror a ser preferida a los demás». El verdadero amante de Dios ha de ambicionar, por tanto, amar a Dios y aventajar a todos en humildad. Nada por rivalidad ni por vanagloria -decía San Pablo-, antes bien por la humildad, estimando los unos a los otros como superiores a sí [2]. En suma, quien ama a Dios no ha de ambicionar nada más que a Dios.

Afectos y súplicas

Dadme, Jesús mío, la ambición de agradaros y haced que me olvide de todas las criaturas y hasta de mí mismo. ¿De qué me sirve ser amado de todo el mundo, si no lo fuere de vos, único amor de mi alma? Vos, Jesús mío, vinisteis a la tierra para conquistaros nuestros corazones; si no sé daros el mío, tomadlo y henchidlo de vuestro amor y no permitáis que vuelva a separarme de vos. En lo pasado os volví las espaldas, mas ahora comprendo el mal hecho, del que me arrepiento con todo mi corazón, y no hay dolor que más me aflija que la memoria de las muchas ofensas que contra vos cometí. Mi gran consuelo es saber que sois bondad infinita, que no se desdeña de amar al pecador que os ama.

Amado Redentor mío, suave amor del alma mía, en lo pasado os desprecié, pero ahora os amo más que a mí mismo. Os ofrezco todo cuanto soy y tengo y no deseo más que amaros y complaceros; esto sólo ambiciono; recibid y aumentad esta ambición, destruyendo en mí todo deseo de bienes mundanos, porque sois soberanamente digno de ser amado y demasiado me obligasteis a amaros.

Aquí me tenéis; quiero ser completamente vuestro y quiero sufrir cuanto vos queráis, ya que por mi amor quisisteis morir de dolor en la cruz. Queréis que sea santo, y vos podéis hacer que lo sea; en vos confío.

También en vuestra protección confío, ¡oh soberana Madre de Dios, María!

 

Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo X

[1] Deus superbis resistit, humilibus autem dat gratiam (Iac., IV, 6).

[2] Nihil per contentionem, neque per inanem gloriam: sed in humilitate superiores sibi invicem arbitrantes (Phil., II, 3).

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