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Martín Lutero, líder de la gran revolución religiosa del s. XVI en Alemania; nació en Eisleben el 10 de noviembre de 1483 y murió en Eisleben el 18 de febrero de 1546.

La vida en su hogar se caracterizó por una extrema simplicidad y severidad inflexible, de manera que las alegrías de la niñez le fueron prácticamente desconocidas.

Con 15 años lo encontramos en Eisenach y a los 18 (1501) entró en la universidad de Erfurt para estudiar Letras a petición de su padre. En 1502 recibió el grado de Bachiller en Filosofía.

La repentina e inesperada entrada de Lutero en el monasterio agustiniano de Erfurt ocurrió el 17 de julio de 1505. El motivo que lo llevó a ingresar, se lo explica a su padre en una carta: “Cuando estaba aterrorizado y abrumado por el miedo de una muerte inmediata hice un voto involuntario y forzado”. Relata que volviendo de su “casa en Mansfeld fue sorprendido por una terrible tormenta con una alarmante aparato eléctrico de rayos y truenos. Aterrorizado, grita: “Socorro, Santa Ana, seré monje”.

Le da especial importancia a la regla de San Agustín: ” lee la Escritura asiduamente, óyela y apréndela con fervor”

Fue ordenado sacerdote en 1507. Al año siguiente de su ordenación lo mandan a Wittemberg para cambiar  su ambiente. Le gustaba más la teología.

El drama interior no cesaba. La imposibilidad de poder cumplir la ley divina, estaba en su temor. Su alma agonizaba espiritualmente.

En 1510, lo destinan a Roma.  El cuadro de la Roma renacentista, no le afectaba. Su fe permanecía intacta. Dictaba la cátedra de Sagrada Escritura. Su mayor tinte era el ser doctor en teología.

Lutero volvió a Wittemberg en 1512 y se traslada a la otra rama de los Agustinianos

Como todas las víctimas de escrúpulos no veía en si más que maldad y corrupción. Dios era el ministro de la ira y de la venganza. Su dolor por el pecado no tenía ni caridad humilde ni confianza en el perdón misericordioso de Dios y de Jesucristo. Su temor de Dios, que le perseguía como una sombra, podía ser evitado por “su propia rectitud “por la “eficacia de las obras serviles”. Tal actitud mental era seguida necesariamente por un desánimo desesperanzado y un pesimismo taciturno que creaban unas condiciones en el alma en las que de hecho “odiaba a Dios y estaba enfadado con El”, blasfemaba contra Dios y deploraba hasta el haber nacido. Esta anormal condición producía en él una siniestra melancolía y una depresión física, mental y espiritual que más tarde, en un largo proceso de razonamiento la atribuía a las enseñanzas de la Iglesia sobre las buenas obras, mientras él vivía todo el tiempo en oposición directa y absoluta a sus enseñanzas doctrinales y a su disciplina.

Se convenció de que el hombre, como consecuencia del pecado original, estaba totalmente depravado, carente de voluntad libre y que todas sus obras, aun las dirigidas al bien, no eran otra cosa que una excrecencia de su voluntad corrompida y, para Dios, verdaderos pecados mortales. El hombre sólo puede ser salvado por la fe. Nuestra fe en Cristo hace que sus méritos sean nuestra posesión, nos envuelvan en una túnica de corrección que ocultan nuestra culpa y pecabilidad y supla abundantemente los defectos de la rectitud humana.

Lutero se miraba a sí mismo más que a Dios, se apoyaba en sus propias fuerzas para alcanzar las virtudes. Creía en sus propias energías y en la penitencia más que en la gracia (características propias del pelagianismo). Todas las inclinaciones de la voluntad eran pecado. Ya no tenía ninguna consolación sensible en su alma, al tiempo ve con claridad la perversidad que habita en el corazón del hombre. Todas las obras que había intentado hacer para perfeccionarse no habían servido para nada. Por lo que decide abandonar, deja la oración y se arroja de lleno a la acción. Acto perverso. Renunció a luchar porque la lucha era imposible. Sumergido en el pecado llegó a pronunciar: “La concupiscencia es invencible”

Vemos que Lutero es dialéctico, declara abolido todo lo que podría ser intermediación entre Dios y los hombres.

Con la Contrarreforma, el Papa, al convocar al Concilio, contrasta los errores del protestantismo.

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