Quien ama a Jesucristo, ama el padecimiento – San Alfonso María de Ligorio

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Caritas patiens est.
La caridad es sufrida (I Cor., XIII, 4).

La tierra es lugar de merecimientos, de donde se deduce que es lugar de padecimientos. Nuestra patria, donde Dios nos tiene reservado el descanso del gozo eterno, es el paraíso. En este mundo habemos de estar poco tiempo, y, a pesar de ser poco, son muchos los padecimientos por que habremos de pasar. El hombre, nacido de mujer, corto de días y harto de inquietud [1]. Hay que sufrir; todos tenemos que sufrir; todos, sean justos o pecadores, han de llevar la cruz. Quien la lleva pacientemente, se salva, y quien la lleva impacientemente, se condena. Idénticas miserias, dice San Agustín, conducen a unos al cielo y a otros al infierno. En el crisol del padecer, añade el mismo santo Doctor, se quema la paja y se logra el grano en la Iglesia de Dios; quien en las tribulaciones se humilla y resigna a la voluntad de Dios, es grano del paraíso; y quien se ensoberbece e irrita, abandonando a Dios, es paja para el infierno.

El día en que se discuta la causa de nuestra salvación, si queremos alcanzar sentencia de salvación, es preciso que nuestra vida se halle conforme con la de Jesucristo: Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo [2]. Para esto se propuso el Verbo eterno venir al mundo, para enseñarnos con su ejemplo a llevar pacientemente las cruces que el Señor nos enviare: También Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus pisadas [3]. Para animarnos a padecer quiso Jesucristo padecer ¡Ah!, y ¿cuál fue la vida de Jesucristo? Vida de ignominias y de penalidades. El profeta llamó a nuestro Redentor despreciado, abandonado de los hombres, varón de dolores [4], el hombre despreciado, tratado como el último de todos, el hombre de dolores; sí, porque la vida de Jesucristo estuvo saturada de trabajos y dolores.

Pues bien, así como Dios trató a su amadísimo Hijo, así también tratará a quien le ame y adopte como hijo: A quien ama, le corrige el Señor, y azota a todo hijo que por suyo reconoce [5]. De ahí que dijera en cierta ocasión a Santa Teresa: «Cree, hija, que a quien mi Padre más ama, da mayores trabajos». Por eso la Santa, cuando se veía más trabajada, decía que no trocaría sus trabajos por todos los tesoros del mundo. Apareciéndose después de muerta a una de sus religiosas, le reveló que gozaba de gran premio en el cielo, no tanto por las buenas obras cuanto por los padecimientos que en vida sufrió con agrado por amor de Dios, y que, si por alguna causa hubiera deseado tornar al mundo, sería ésta tan sólo la de poder sufrir alguna cosa por Dios. Quien padece amando a Dios, dobla la ganancia para el paraíso. San Vicente de Paúl solía decir que el no penar en esta tierra debe reputarse por gran desgracia; y añadía que una congregación o persona que no padece y es de todo el mundo aplaudida, está ya al borde del precipicio. Por eso, el día que San Francisco de Asís pasaba sin algún trabajo por Cristo, temía que Dios le hubiese dejado de su mano. Escribe San Juan Crisóstomo que, cuando el Señor concede a alguno favor de padecer por Él, dale mayor gracia que si le concediera el poder resucitar a los muertos, porque, en esto de obrar milagros, el hombre se hace deudor de Dios; mas en el padecer, Dios es quien se hace deudor del hombre; y añadía que el que pasa algún trabajo por Cristo, aunque otro favor no recibiera que el de padecer por Dios, a quien ama, eso sería la mayor correspondencia, y que la gracia que tuvo San Pablo de ser aherrojado por Cristo la tenía en más que la de haber sido arrebatado al tercer cielo.

La constancia ha de tener obra perfecta [6]; es decir, que no hay cosa que más agrade a Dios que el contemplar a un alma que con paciencia e igualdad de ánimo lleve cuantas cruces le mandare; que esto hace el amor, igualar al amante con el amado. «Todas las llamas del Redentor -decía San Francisco de Sales- son a manera de bocas que nos enseñan cómo hemos de padecer trabajos por Él. Sufrir con constancia por Cristo, he ahí la ciencia de los santos y el medio de santificarnos prestamente». Quien ama a Jesucristo desea que le traten como a Él le trataron, pobre, despreciado y humillado. Vio San Juan a los bienaventurados vestidos de ropas blancas y palmas en sus manos [7]. La palma es emblema del martirio, si bien no todos los santos sufrieron el martirio. ¿Cómo, pues, todos llevan esas palmas? Responde San Gregorio que todos los santos fueron mártires, o a manos del verdugo o trabajados por la paciencia; de suerte, añade el Santo, que nosotros sin hierro podemos ser mártires, con tal que nuestra alma se ejercite en la paciencia».

En esto estriba el mérito del alma que ama a Jesucristo, en amar el padecimiento. «Esto me dijo el Señor otro día: ¿Piensas, hija, que está el merecer en gozar? No está sino en obrar y en padecer y en amar… Cree, hija, que a quien mi Padre más ama, da mayores trabajos, y a éstos responde el amor. ¿En qué te lo puedo más mostrar que querer para ti lo que quise para mí? Mira estas llagas, que nunca llegarán aquí tus dolores». «Pues creer que (Dios) admite a su amistad estrecha gente regalada y sin trabajos, es disparate». Y añade Santa Teresa, para consuelo nuestro: «Y aunque haya más tribulaciones y persecuciones, como se pasen sin ofender al Señor, sino holgándose de padecerlo por Él, todo es para mayor ganancia».

Se apareció cierto día Jesucristo a la Beata Bautista Varanis y le dijo que «tres eran los favores de mayor precio que Él sabía hacer a las almas sus amantes: el primero, no pecar; el segundo, obrar el bien, que es de más subido valor; y el tercero, que es el más cumplido, padecer por amor de Él». Conforme a esto, decía Santa Teresa de Jesús que, cuando alguien hace por el Señor algún bien, el Señor se lo paga con cualquier trabajo. Por ello, los santos daban en sus contrariedades gracias a Dios. San Luis, rey de Francia, hablando de la esclavitud padecida por él en Turquía, decía: «Me gozo y doy gracias a Dios, más por la paciencia que entre las prisiones me ha concedido, que si hubiera conquistado toda la tierra». Y Santa Isabel, reina de Hungría, cuando, a la muerte de su esposo, fue expulsada de sus Estados con su hijo, abandonada de todos, entró en una iglesia de franciscanos e hizo cantar en ella un Te Deum en acción de gracias porque así la favorecía Dios, permitiéndola padecer por su amor.

Decía San José de Calasanz que «no sabe ganar a Cristo el que no sabe sufrir por Cristo». Y antes lo había dicho el Apóstol: Porque entiendo que los padecimientos del tiempo presente no guardan proporción con la gloria que se ha de manifestar en orden a nosotros [8]. Extraordinaria ganancia sería padecer todas las penalidades sufridas por los santos mártires, durante nuestra vida, a trueque de disfrutar, aunque fuera sólo un momento, de la gloria del paraíso; luego, ¿con cuánta mayor razón habremos de abrazarnos con nuestra cruz, sabiendo que los trabajos de esta breve vida nos conquistarán la bienaventuranza eterna? Porque ese momentáneo, ligero, de nuestra tribulación, nos produce, con exceso incalculable, siempre creciente, un eterno caudal de gloria [9]. San Agapito, jovencillo de pocos años, cuando el tirano le amenazó con abrasarle la cabeza con un yelmo encendido respondió: «Y ¿qué mayor fortuna podría ser la mía que perder la cabeza para verla coronada luego en la gloria?». Esto hacía exclamar a San Francisco: «Tan grande es el bien que espero, que las penas se me tornan gozos». Quien quiera la corona del cielo, fuerza es que pase por tribulaciones y trabajos: Si constantemente sufrimos, también con Él reinaremos [10]. No puede darse premio sin mérito, ni mérito sin paciencia. No es coronado si no lucha conforme a la ley [11]. Y al que con más paciencia combatiere, le ha de caber mayor corona.

Fuerte cosa es que, cuando se aventuran los bienes terrenos, procuren sus amadores allegar cuanto más pueden, en tanto que, tratándose de bienes celestiales, se contenten con decir que les basta un rinconcito en el cielo. No hablaron así los santos, sino que en la vida se contentaban con cualquier cosa, y hasta se despojaban de los bienes terrenos, al paso que, tratándose de los celestiales, se esforzaban en allegar cuantos más podían. Y es del caso preguntar: ¿Quiénes estaban en lo seguro y conducente?

Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo V

[1] Homo, natus de muliere, brevi vivens tempore, repletur multis miseriis (Io., XIV, 1).

[2] Nam quos praescivit et praedestinavit conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29).

[3] Christus passus est pro nobis, vobis relinquens exemplum ut sequamini vestigia eius (I Petr., II, 21).

[4] Despectum, novissimum virorum, virum dolorum (Is., LIII, 3).

[5] Quem enim diligit Dominus castigat; flagellat autem omnem filium quem recipis (Hebr., XII, 6).

[6] Patientia autem opus perfectum habet (Iac., I, 4).

[7] Amicti stolis albis, el palmae in manibus eorum (Apoc., VII, 9).

[8] Non sunt condignae passiones huius temporis ad futuram gloriam quae revelabitur in nobis (Rom., VIII, 18).

[9] Momentaneum et leve tribulationis nostrae, supra modum in sublimitate aeternum gloriae pondus operatur in nobis (II Cor., IV, 17).

[10] Si sustinebimus, et conregnabimus (II Tim., II, 12).

[11] Non coronatur nisi qui legitime certaverit (ib., 5).

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Comentarios 1

  1. Patricia Novillo dice:

    Excelente, cada día más me enamoro de Jesús

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