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Sobre la Santísima Virgen María, San Juan de la Cruz escribió poco, y dijo mucho. El P. Efrén de la Madre de Dios –para que nadie piense que él no la tenía muy presente por no haber escrito mucho sobre ella–, citando el libro de la Sabiduría: “la amé y busqué desde mi juventud, y procuré desposarme con ella, enamorado de su belleza”, decía: «San Juan de la Cruz no solo no ha perdido de vista la figura sobrehumana de María Santísima, sino que instintivamente la ha ido buscando todo el tiempo, para calcar sus atributos en el alma que se desposa con Dios».

Entonces, podemos decir que cuando San Juan de la Cruz describe la relación del alma con Dios, y la obra de Dios en el alma, está hablando –veladamente– de la Virgen.

En la estrofa 32 del Cántico espiritual[1], San Juan de la Cruz escribe:

Cuando tú me mirabas

su gracia en mí tus ojos imprimían:

por eso me adamabas,

y en eso merecían

los míos adorar lo que en ti vían.

Es propio del amor perfecto no atribuirse a sí mismo nada, sino todo al Amado. Y por eso, en esta canción, la Esposa (podemos pensar: la Virgen…) le atribuye todo a Dios y se lo devuelve todo junto, diciendo que la causa de que Dios se ha prendado de Ella no es algún merecimiento o valor, sino por haberla mirado con amor, haciéndola graciosa y agradable a Él. Y por esa gracia y valor que recibió al ser mirada, mereció su amor y capacidad para adorar agradablemente a su Amado, y hacer obras dignas de su gracia y amor.

Y entonces, después de este breve resumen de toda la estrofa, San Juan de la Cruz va explicando cada verso:

“Cuando tú me mirabas…”: el mirar de Dios es amar. En Dios, el amor no tiene la misma dinámica que nuestro amor. Nosotros amamos lo que es bueno. Algo es bueno, y por eso lo amamos: el bien presente en el otro es la causa de nuestro amor, y nuestro amor es efecto de ese bien. En cambio, Dios ama (mira) y al amar hace buenos los seres. Dios no nos ama porque somos buenos, sino que nos ama y con ese amor que pone en nosotros, nos hace buenos y amables. Dios pone en nosotros eso que nos hace dignos de ser amados; pero antes de ponerlo, nos ama. Es un amor gratuito, un amor de misericordia, y un amor creador. Así amó también a la Virgen Santísima: la amó, y al amarla la hizo santísima, inmaculada, y por tanto digna del amor más grande.

“…su gracia en mí tus ojos imprimían”: los ojos del Esposo –dice San Juan de la Cruz– es la Divinidad misericordiosa, que se inclina hacia el alma, e imprime en ella su amor y gracia, hermoseándola y levantándola hacia Sí y haciéndola consorte de la misma Divinidad.

Es interesante que utiliza el verbo “imprimir”… Dios miró a la Virgen el día de su Inmaculada Concepción, llenándola de su gracia. Luego la siguió mirando a lo largo de los años, haciéndola crecer en gracia y virtudes de una manera abismal, de modo que ni los ángeles podían entender lo que Dios hacía en su alma. Pero el día de la Anunciación, la mirada de Dios obró un misterio incomprensible: con esa mirada transformante imprimió en su mente primero y en su seno después, su Palabra, su Verbo… Mirada terrible, omnipotente, capaz de levantar a una criatura no solo hasta la Divinidad, sino de introducirla en un orden superior, de darle una dignidad que no tiene comparación, porque el don de la maternidad divina elevó a María al orden hipostático (relativo)… la hizo consorte de la divinidad en un grado que –después de la naturaleza humana de Cristo– nadie pudo ni podrá siquiera igualar.

“Por eso me adamabas”: verbo extraño este… es más que amar simplemente, es amar mucho, como amar duplicadamente o por dos causas: primero Dios la amó porque quiso darle su gracia para hacerla digna y capaz de su amor, que es como decir: la amó haciéndola agradable con su gracia y digna de ser amada, y luego la amó otra vez, porque era agradable y digna de ser amada. Es lo que dice San Juan en su Prólogo: que da gracia por la gracia que ha dado, porque sin su gracia no se puede merecer su gracia.

Y a continuación, San Juan de la Cruz hace una aclaración: Dios no ama nada fuera de Sí mismo ni ama nada menos que a Sí mismo, es decir, no ama a las cosas por lo que ellas son, sino en cuanto son en Él, y al amarlas en Sí mismo, las ama como a Sí mismo. «Por tanto, amar Dios al alma es meterla en cierta manera en Sí mismo, igualándola consigo, y así, ama al alma en Sí consigo con el mismo amor que él se ama. Y por eso, en cada obra (que hace el alma), como la hace en Dios, merece el amor de Dios; porque, puesta en esta gracia y alteza, en cada obra merece al mismo Dios».

Si esto lo hace con un alma fiel, que se deja mirar y transformar por Dios, sin poner obstáculo a su gracia, ¿qué habrá hecho en la Virgen, que no solo no puso obstáculo, sino que todas sus obras –tanto exteriores como interiores– eran una confirmación de su “fiat”?

“Y en esto merecían los míos adorar lo que en ti vían”: Quiere decir: en esta gracia que tus ojos imprimieron en mí al mirarme con misericordia, mis propios ojos merecieron levantarse para mirarte. Los ojos aquí son las potencias del alma –inteligencia y voluntad– que, iluminadas por la gracia, pueden mirar a Dios y adorarlo, es decir, pueden hacer obras meritorias.

Y qué es lo que veían en Dios? “Veían grandeza de virtudes, abundancia de suavidad, bondad inmensa, amor y misericordia en Dios, beneficios innumerables que de Él había recibido”. Y todo esto lo veía con los ojos del alma levantados por la gracia, y lo adoraban con merecimiento, “porque estaban ya graciosos y agradables al Esposo”. La Virgen lo dijo el día de la Visitación: “El Poderoso ha hecho obras grandes por mí… porque ha mirado la humildad de su servidora”.

Cómo medir la profundidad de la fe de la Virgen, la fuerza de su caridad, que son aquí esos ojos con los que adora a Dios…

San Juan de la Cruz, al comenzar el comentario de esta estrofa, dice que el poder y la porfía del amor es grande, porque es capaz de hacer a Dios su prisionero, y por eso declara dichosa al alma que ama, porque «tiene a Dios por prisionero, rendido a todo lo que ella quisiere. Porque Dios tiene tal condición –es tal– que si le llevan por amor y por bien, le harán hacer cuanto quisieren… por amor, en un cabello le ligan»… Lo dejan atado con un cabello: es decir, con nada.

Esto se cumplió en la Virgen incluso de un modo literal: Dios se hizo su prisionero, en su seno, en sus brazos, y siempre en su alma… Que Ella haga crecer cada día nuestra caridad.

[1] Sigo libremente las declaraciones que hace San Juan de la Cruz a la estrofa 32.

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