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Jesús confesó públicamente la Maternidad Divina cuando dijo su primera palabra: ¡mamá!

Muchos años después la Iglesia definió esta verdad para ser creída y confesada por toda la Iglesia, fue en el Concilio de Éfeso, del año 431, siendo Papa San Clementino I (422-432): “Si alguno no confesare que el Emmanuel (Cristo) es verdaderamente Dios, y que por tanto, la Santísima Virgen es Madre de Dios, porque parió según la carne al Verbo de Dios hecho carne, sea anatema”[1].

Muchos Concilios repitieron y confirmaron esta doctrina:

Concilio de Calcedonia[2].

Concilio II de Constantinopla[3].

Concilio III de Constantinopla[4].

María da a luz a Cristo según la naturaleza humana, pero quien de ella nace, es decir, el sujeto nacido, no es una naturaleza humana, sino el supuesto divino que la sustenta, o sea, el Verbo.

De ahí que el Hijo de María es propiamente el Verbo que subsiste en la naturaleza humana, María es verdadera Madre de Dios, puesto que el Verbo es Dios.

“He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”[5].

“Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús […] El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios”[6].

“Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley”[7].

“De los cuales (los israelitas) también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén”[8].

San Pablo nos dice en su carta a los Gálatas que “al llegar la plenitud de los tiempos”[9] determinado por Dios para la salvación del género humano, envió Dios a su Hijo que nació en el tiempo de una mujer, como cualquier hombre, para rescatar a los hombres de la esclavitud del pecado. Este hombre-Dios, Jesucristo, nacido de María en Belén es el mediador, el pontífice perfecto entre Dios y los hombres. Resalta San Pablo que el Hijo de Dios nació de una mujer.

En el relato de la visita de los pastores a Belén[10] dice el Evangelio que van a buscar un niño recién nacido y envuelto en pañales, a quien acompañan su mamá y su papá. Los pastores dan a conocer la Buena Nueva recibida de los ángeles “os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor”[11]. Ha nacido, ¿quién? Jesús (el Salvador), el Cristo, el Mesías, el Ungido profetizado, que es Señor, es decir, Dios.

Jesús ha nacido de María pero no ha nacido como fruto de una concepción corriente. Su concepción es obra del Espíritu Santo[12] que unió la naturaleza humana, un cuerpo y un alma racional, al Verbo de Dios en el mismo instante que María pronunciaba su “hágase”[13]. Su nacimiento también es milagroso, pues María concibió y dio a luz permaneciendo virgen[14] para que se cumpliese el oráculo del profeta Isaías[15].

Y ¿a quién da a luz? A Jesús[16]. Y ¿quién es Jesús? Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. Luego, María dio a luz al Hijo de Dios, que es Dios como el Padre y el Espíritu Santo. María es Madre de Dios porque dio a luz al Hijo de Dios según su naturaleza humana. Le dio de su cuerpo y de su sangre a aquel que no tenía cuerpo para que fuera nuestro Jesús, nuestro Salvador, como lo llamó en la circuncisión[17].

María por ser Madre de Dios, que es el título más sublime y más importante que posee, nos consiguió en la actual economía de la salvación el poder ser hijos de Dios. Por eso San Pablo dice que el Hijo de Dios por haber nacido de mujer nos rescató y nos hizo hijos adoptivos de Dios y herederos de la gloria[18].

La maternidad divina de María es una maternidad gloriosa y sin dolor. María da a luz la cabeza del Cristo total. La maternidad de María llega a su perfección cuando da a luz el cuerpo místico de la Iglesia, los miembros del Cristo total al pie de la cruz, maternidad de humillación y dolor, dándonos a luz a nosotros y recibiéndonos por hijos en el apóstol Juan. Maternidad divina y maternidad espiritual de los hombres se unen para que recibamos la dignidad sublime de ser hijos de Dios.

Por eso con toda propiedad podemos decir que no tiene a Dios por Padre quien no tiene a María por Madre. Si rechazamos su maternidad espiritual, rechazamos su maternidad divina y si rechazamos su maternidad divina rechazamos la divinidad de Jesús y si rechazamos la divinidad de Jesús seguimos siendo esclavos y no hijos porque no hemos sido redimidos.

La maternidad divina de María honra a María pero también nos honra a nosotros porque una representante de la naturaleza humana dio a luz a Aquel que quiso asumir una naturaleza como la nuestra. Dios quiere nacer de una mujer para vencer a aquel que había vencido por medio de una mujer. Jesús con la cooperación de una mujer quiso darnos el remedio a la enfermedad que Adán y Eva nos dieron en herencia[19]. Vencieron junto a un árbol al demonio que había vencido junto a un árbol a nuestros primeros padres. Herencia de muerte que recibimos de un hombre y una mujer; herencia de vida que recibimos de un Dios que es hijo de mujer y de una mujer que es Madre de Dios.

Somos hijos de una mujer que es Madre de Dios y somos hijos de Dios por un Dios que ha nacido de mujer.

“María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”[20].

El corazón de María es un cofre que guarda los acontecimientos de la vida de cada uno de sus hijos. No es extraño a María lo que nos sucede a cada uno de nosotros como no fue extraño los sucesos de la vida de Jesús, aunque algunos no entendió en su momento[21].

El Evangelio de la infancia narrado por Lucas ha tomado como fuente principal los recuerdos que María guardaba en su corazón[22].

El corazón de María fue fiel al anuncio del ángel y luego se llenó de gozo al contemplar el cumplimiento de lo anunciado[23]. El corazón de María guardaba las maravillas que se decían de su Hijo[24] y también las profecías dolorosas[25]. El corazón de María guardaba también la vida pública del Señor, su intercesión en Caná que adelantó la hora de su Hijo[26], su compañía sirviéndolo y a los apóstoles, su pasión y muerte, su resurrección, su ascensión y el envío del Paráclito prometido, el nacimiento de la Iglesia y su propagación.

Pero María desde la cruz conserva también los sucesos vitales de cada uno de sus hijos porque “desde aquella hora”[27] fue madre nuestra.

María conoce cuando obramos bien y se congratula con nosotros porque por ella pasan las gracias que nos santifican. María cuando obramos mal ve brillar una gota de sangre en su corazón traspasado y aunque no llora ni se entristece porque está en el cielo, y ya lloró y sufrió todo con su Hijo corredimiéndonos, intercede como ella sola lo puede hacer para que nos volvamos a su Hijo.

Como ella sola puede interceder, porque es la Madre de Dios y esto le ha valido el título de omnipotencia suplicante, María todo lo puede ante Jesús y esto debe motivar en nosotros una confianza sin límites.

María nos ha traído a Jesús, nos ha traído la salvación y nos traerá todos los medios necesarios para llegar a la salvación eterna. María nos trae en su corazón como a Jesús y nos trae presentes en acto. María está intercediendo ante su Hijo para que yo escriba de ella ahora. María está moviendo vuestros corazones ahora para que entiendan cuanto los ama y cuanto desea llevarlos a la salvación, a Jesús.

Por eso María debe hacerse cada día más cercana en nuestra vida. Debemos tenerla presente a toda hora en nuestro corazón como ella nos tiene presente a toda hora. Debemos vivir “en María”, “con María”, “por María” y “para María”[28].

Madre de Dios, cercanísima, la más cercana a Dios porque lo dio a luz en Belén[29] y por tanto omnipotencia suplicante. Madre de los hombres, cercanísima, la más cercana a los hombres porque nos dio a luz en el Calvario[30].

María guarda a Jesús en su corazón como una joya preciosa y nos guarda a nosotros como una joya preciosa también en su corazón. El corazón de María es el lugar del encuentro íntimo entre sus hijos. María en su corazón nos une a su Hijo y nos modela de acuerdo al modelo de hombre Cristo Jesús. Por el corazón de María han pasado todos los santos y pasarán todos los que serán santos, su corazón es el paso obligado de todos los predestinados.

“María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” ¿Qué cosas? Tus problemas y los míos, tus ansiedades y las mías, tus miedos, tus metas, tus deseos, tus dolores, tus soledades, tus amores, tus esperanzas…todo… tu ser y tu poseer, porque nada le es extraño a la Madre de sus hijos, y todo ese cúmulo de vicisitudes lo quiere transformar en amor a Jesús y en unión con Él porque esto es el Cielo, que se encuentra en el corazón de María.

P. Gustavo Pascual, IVE.

[1] Dz. 113

[2] Dz. 148

[3] Dz. 218, 256

[4] Dz. 290

[5] Is 7, 14

[6] Lc 1, 31.35

[7] Ga 4, 4

[8] Ro 9, 5

[9] 4, 4

[10] Lc 2, 15-20

[11] Lc 2, 11

[12] Lc 1, 35

[13] Lc 1, 38

[14] Lc 1, 31

[15] 7, 14

[16] Mt 1, 25; 2, 1; Lc 2, 7

[17] Lc 2, 21

[18] Ga 4, 5

[19] Cf. Gn 3, 15

[20] Lc 2, 19; Cf. 2, 51

[21] Lc 2, 50

[22] Lc 1, 1-4

[23] Lc 1, 45

[24] Lc 1, 31-34.68-75; 2, 17.29-32.46-48

[25] Lc 2, 34-35; 49-50

[26] Jn 2, 1-12

[27] Jn 19, 27

[28] Cf. V. D. nº 257-65

[29] Lc 2, 7

[30] Jn 19, 27

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