En que consiste la vida interior (II) – Juan Bautista Chautard

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El alma tibia tiene dos quereres opuestos, uno bueno y otro malo, que luchan entre sí. Por una parte desea su salvación, por lo que trata de evitar los pecados mortales evidentes; por otra no quiere someterse a las exigencias del amor divino, al contrario suspira por las comodidades de una vida fácil y no repara en cometer pecados veniales deliberados.

Cuando esta tibieza no es combatida hay en el alma mala voluntad, si no total, al menos parcial. Hay una parte de la voluntad que dice a Dios: «En tal o cual punto me rijo por mi capricho».

¿Qué debería hacer si tengo la desgracia de caer en la tibieza o de hallarme en un estado todavía más deplorable? Valerme de todos estos medios para salir de tal situación:

1º Acrecentar en mí el temor de Dios, meditando sobre mis postrimerías, la muerte, el juicio final, el infierno, la eternidad, el pecado, etc.

2º Hacer revivir en mí la compunción, es decir, el dolor de mis pecados por haber ofendido a Dios. Para ello meditaré sobre lo que Cristo padeció por mí en su Pasión. Trasladándome en espíritu al Calvario, me postraré ante la cruz a fin de que la sangre preciosa de Cristo se derrame sobre mí, cure mi ceguera, ablande mi alma endurecida y sacuda la modorra de mi voluntad.

Séptima verdad. No poseeré el grado de vida interior que Jesús quiere de mí:

1º Si no busco agradar a Dios en todas las cosas y no desagradarle en lo más mínimo.

Ahora bien, difícilmente lo conseguiré si no hago oración por la mañana, si no participo de la santa misa, si no me confieso con frecuencia, si no hago lectura espiritual, examen general al final del día y examen particular después de cada acción que realizo, o bien si por culpa mía no me aprovecho bien de estos medios.

2º Si no cuido de tener un mínimum de recogimiento que me permita, en medio de mis ocupaciones, guardar el corazón en tal pureza y generosidad que no quede ahogada la voz de Jesús que me señala los elementos de muerte que se me presentan y me anima a combatirlos.

No podré tener este mínimum de recogimiento si no me ejercito en mantener la presencia de Dios durante el día, mediante jaculatorias, comuniones espirituales, etc.

Sin ese recogimiento, los pecados veniales abundarán en mi vida, sin tan siquiera llegar a sospecharlo. Para que no me dé cuenta del estado lamentable de mi alma, el demonio tratará de ilusionarme con ciertas apariencias de piedad o de caridad, etc. Pero mi ceguera me será imputable, por haber abandonado el recogimiento.

Octava verdad. Mi vida interior será lo que sea la guarda de mi corazón: Guarda ante todo tu corazón, porque de él procede la vida (Prov. 4,2).

Esta guarda del corazón no es otra cosa que la solicitud habitual o al menos frecuente para preservar todos mis actos, a medida que los realice, de todo lo que pueda viciar su móvil o su realización. Una solicitud tranquila, suave, sin violencia, pero al propio tiempo fuerte y decidida, porque es propia de un hijo que trata de agradar en todo a Dios.

Es un trabajo del corazón y de la voluntad más que de la inteligencia, la cual debe hallarse libre para poder cumplir lo que le pide el momento presente. Lejos de dificultar la acción, la guarda del corazón la perfecciona, ordenándola según el espíritu de Dios y los deberes de estado.

Este ejercicio se puede practicar a todas horas. Es un mirar con el corazón internamente, con pureza de intención, sobre la manera cómo voy haciendo cada cosa, a medida que la voy haciendo. Es la exacta observación del Haz lo que haces.

El alma, como un centinela, vigila los movimientos de su corazón y en especial lo que ocurre en su interior, es decir, las impresiones, intenciones, inclinaciones, en una palabra, sus pensamientos, palabras y acciones.

A un alma disipada, que no vive el recogimiento, le será casi imposible practicar, sobre todo al principio, esta guarda del corazón. Pero no hay que desanimarse, con la práctica poco a poco se puede conseguir.

A lo largo del día me tengo que preguntar con frecuencia: ¿A donde voy y a qué? ¿Qué haría Jesús ahora? ¿Cómo se conduciría Él en mi lugar? ¿Qué me aconsejaría? ¿Qué es lo que quiere Él de mí en este momento?

La guarda del corazón resulta mucho más fácil cuando el alma se dirige a Jesús por María. Para el que reconoce su pobreza y limitaciones, el recurso a esta buena Madre viene a ser como algo espontáneo que nace del corazón.

Novena verdad. Jesucristo reina en el alma que aspira con amor a imitarle de verdad en todo momento. Dos grados hay en esta imitación:

1º El alma se esfuerza por hacerse indiferente a las criaturas, sean conformes o contrarias a sus gustos. Como Jesús, ella no quiere otra regla de sus actos que la voluntad de Dios. He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado (Juan 6,38). Cristo no trató de complacerse a sí mismo (Rom 15,3).

2º El alma se esfuerza por hacer con decisión todo aquello que repugna y contraría su naturaleza, practicando de este modo el agere contra que habla S. Ignacio en su célebre meditación del Reino de Cristo y de Las Dos Banderas. Es la acción contraria a la naturaleza que emprende todo aquél que trata de imitar la pobreza del Salvador y su amor a los padecimientos y humillaciones. Entonces el alma llega a conocer a Cristo de verdad: El Cristo que vosotros habéis aprendido… conforme a la verdad de Jesús (Efesios 4,20-21).

Décima verdad. En cualquier estado en que me encuentre, Jesús me ofrece, si soy fiel a la gracia, todos los medios para llegar a una vida interior que me asegure su intimidad y me permita acrecentar su vida en mí. Entonces mi alma, a medida que vaya progresando, se mantendrá alegre en medio de las pruebas e infortunios de la vida, verificándose así estas palabras de Isaías: Amanecerá tu luz como la aurora y llegará pronto tu curación y delante de ti irá tu justicia y la gloria del Señor te acogerá en su seno. Invocarás entonces al Señor y te oirá con benignidad; clamarás y te dirá: Aquí me tienes… Y el Señor será tu guía constante; y llenará tu alma de resplandores y vigorizará tus huesos; y serás como huerto bien regado y como manantial perenne cuyas aguas no se secarán jamás (Isaías 58,8,9, 11).

Undécima verdad. Jesucristo quiere que me santifique haciendo apostolado, y que sea Él la vida este apostolado.

Mis esfuerzos, de suyo, nada son y nada valen: Sin mí nada podéis hacer (Juan 15, 5). Sólo serán útiles y bendecidos de Dios, si en virtud de la vida interior, los realizo en unión con Jesús. Sólo así darán mucho fruto: Todo lo puedo en Aquél que me conforta (Filipenses 4,13). Si brotan de mi autosuficiencia, de la confianza en mis propios talentos, o del afán de lucirme con el éxito, serán reprobados por Dios; porque sería sacrílega locura pretender arrebatar a Dios algo de su gloria para dármela a mí.

Esta convicción, lejos hacerme pusilánime, constituirá toda mi fuerza, y me impulsará a acudir a la oración para asegurarme la ayuda de Dios y el fruto apostólico.

Convencido de la importancia de este principio, haré un serio examen de mí mismo, para averiguar: a) si se ha debilitado mi convicción acerca de la inutilidad de mi acción cuando obra sola, y de la gran fuerza que tiene cuando va unida a la de Jesús; b) si soy inexorable en excluir toda complacencia y vanidad, y toda satisfacción propia en mi vida de apóstol, manteniéndome en una desconfianza absoluta de mi mismo; c) y si pido a Dios que vivifique mis obras y me preserve del orgullo, que es el primero y principal obstáculo para que me ayude.

Este CREDO de la vida interior, cuando llega a ser para el alma el fundamento de su existencia, le asegura ya en este mundo una participación de la dicha del cielo.

La vida interior es vida de predestinados, porque responde al fin que Dios se propuso al crearnos. Responde también al fin de la Encarnación: Dios envió al mundo a su Unigénito para que vivamos por El (1 Juan 4,9).

Es un estado bienaventurado porque el fin del hombre consiste en vivir unido a Dios, su Creador y Redentor (Santo Tomás de Aquino). Toda su felicidad se encuentra ahí; pues si bien es verdad que se encuentran espinas en esta vida por de fuera, en cambio, el interior se encuentra lleno de rosas, todo al contrario de lo que sucede con los goces y alegrías del mundo. Esto es lo que al santo Cura de Ars le hacía exclamar: ¡Cuán dignas de compasión son las gentes del mundo!

Es también la vida interior un estado celestial. Porque él alma viene a ser un cielo anticipado, porque puedo cantar como Santa Margarita María: «Poseo en todo tiempo y llevo en todo lugar el Dios de mi corazón y el corazón de mi Dios».

Es, en fin, el principio de la felicidad eterna (S, Tomás de Aquino). La gracia es el cielo en germen.

 

El alma de todo apostolado -Juan Bautista Chautard

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Comentarios 3

  1. Avatar María Guadalupe López Fernández dice:

    Gracias por compartir este valiosísimo material, no sé cómo expresar mi sentir, solo descubro cada vez más y más mi pequeñez y la Infinita bondad, misericordia y amor de Nuestro Padre Dios.

  2. Avatar Ana Pereira dice:

    Ana Isabel Pereira sólo Dios hace las cosas nuevas. Oh Padre Celestial ten piedad de nosotros que somos pecadores ten compasión de nosotros que cada día te ofendemos más y más y danos la gracia de conocer lo que Quieres de nosotros y que podamos luchar en esta batalla espiritual.
    Díos los bendiga

  3. Avatar José Alfonso Leyva Ramírez dice:

    Gracias por hablarnos de la vida de Él Alma, alma que debería escribirse con mayúsculas al unirse a Dios, alma, como vigia del corazón al observar su interior, en las impresiones, intenciones, inclinaciones, que son: sus pensamientos, palabras y acciones. Somos porque pertenecemos y no poseemos (en este mundo), usamos pero solo administramos; es decir: usar sin poseer. Gracias

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